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Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología
RECPC 02-r3 (2000)

EL CÓDIGO PENAL DE 1995, CINCO AÑOS DESPUÉS

Relación General de las Jornadas que, con el mismo título, se celebraron en la Universidad de Córdoba los días 16, 17 y 18 de noviembre de 2000

Jesús Barquín Sanz

Profesor Titular de Derecho Penal

Universidad de Granada

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SUMARIO:

 I. Agradecimiento e introducción

II. El momento histórico de la aprobación del Código Penal de 1995, de sus reformas y de su futuro

III. El problema de la puesta en práctica del código

IV. La era del Derecho Penal simbólico

V. Principio de intervención mínima versus represión penal máxima 

I. AGRADECIMIENTO E INTRODUCCIÓN
    En las páginas que siguen se exponen unas reflexiones generales a propósito de lo mucho y muy interesante que se ha dicho en estos días de reflexión jurídica-penal. A lo largo de estas densas jornadas, se han escuchado opiniones diversas sobre muchos de los más relevantes asuntos que afectan a nuestro ordenamiento penal. Como suele suceder, los puntos de vista expresados no siempre han coincidido e incluso, en ocasiones, han resultado divergentes de forma manifiesta; raro (e indeseable) sería que una veintena de expertos del máximo nivel en cualquier sector del conocimiento se reunieran en un congreso y que hubiera unanimidad. Así que, en principio, ni siquiera con respecto a un punto concreto debemos esperar esta clase de consenso.
    De hecho, se han podido oír juicios discrepantes, a menudo en términos de matiz, en ocasiones de forma abierta, acerca del Código Penal de 1995. Hay quienes han dicho que el texto punitivo vigente merece globalmente una buena valoración, hay quienes han limitado sus críticas más o menos aceradas a aspectos concretos de la normativa, hay quienes han descalificado globalmente la adecuación entre lo que el código pretende ser y lo que realmente es. No existe, por supuesto, un consenso global entre los penalistas tanto científicos como prácticos que han pasado por esta sala. Ahora bien, habiendo estado atento a todo lo que se ha dicho, me cabe la satisfacción de poder comenzar esta relación señalando un punto en el que los conferenciantes han coincidido y que suscribo plenamente: el agradecimiento por su hospitalidad y el elogio por su rigor en el planteamiento de este congreso al doctor González Rus y a sus discípulos y compañeros de grupo de investigación en la Universidad de Córdoba. Es un honor para mí haber recibido el encargo de la Relación General de las Jornadas, como ha sido un privilegio poder compartir estos días con un extraordinario elenco de especialistas de primera línea. 

    Como cualquier otra norma de semejante trascendencia, el Código Penal de 1995 debe ser valorado en el contexto de su tiempo histórico y de las circunstancias que marcan su nacimiento y su puesta en práctica. Ahora bien, a menudo las referencias a los factores que explican por qué se optó por tal o por cual solución normativa se presentan como argumento a favor de la libre absolución por todas las faltas que el texto punitivo pueda tener. Los ponentes en estas jornadas, desde luego, no han caído en el maximalismo prácticamente en ningún caso. El Código Penal, para casi todos, tiene aspectos mejores y peores, sobre todo tiene algunos aspectos más peores, si se permite la hipérbole retórica, aunque éstos no parecen bastar para descalificarlo globalmente. Además, no puede olvidarse que la esencia de esta clase de encuentros es la búsqueda de lo mejorable, la puesta de manifiesto de aquello que merece crítica, de modo que lo que el Código Penal de 1995 pueda tener de bueno tiende a pasar desapercibido y lo que está fatal pasa al primer plano; no debe olvidarse este factor a la hora de asimilar cuanto aquí se ha dicho en los últimos días.
    En esta relación general he descartado enumerar los puntos más relevantes de cada una de las intervenciones, en primer lugar porque ocuparía necesariamente un tiempo mayor que el razonable y, sobre todo, porque no dejaría de ser enojosa para los oyentes. En cambio, me ha parecido oportuno precisar las grandes áreas de interés en las que confluyen las preocupaciones de los intérpretes y aplicadores del Código Penal de 1995 e intentar resumir cuál es, a mi modo de ver, el estado de la cuestión.
    De acuerdo con ello, comenzaré por el aspecto ya apuntado de las implicaciones que el momento histórico tiene para el Código Penal de 1995, desde una perspectiva anterior, coetánea, posterior e incluso futura. Seguiré con una escueta referencia al particularmente relevante grupo de problemas de aplicación práctica del código. Por último, llamaré la atención de ustedes sobre dos aspectos que centran buena parte de las inquietudes de todos quienes se ocupan (y se preocupan) de la Política Criminal: la utilización simbólica de las normas punitivas y el dilema entre Derecho Penal máximo y Derecho Penal mínimo.

II. EL MOMENTO HISTÓRICO DE LA APROBACIÓN DEL CÓDIGO PENAL DE 1995, DE SUS REFORMAS Y DE SU FUTURO

    Hoy por hoy es posible aproximarse al Código Penal de 1995 desde una cuádruple perspectiva histórica:
1) La etapa final de los años setenta, que constituye un período germinal y parcialmente decisivo, pues no sólo cabe atribuirle los inicios del último y desmesuradamente largo período de codificación penal, sino además la efectiva armazón y en buena medida también redacción de lo que al cabo devino Libro I del Código Penal de 1995.
2) La primera mitad de los años noventa, cuando se redactó la versión que entró en vigor en mayo de 1996 y a la que hay que atribuir principalmente la Parte Especial. Por cierto, que si no fuera porque existe una indudable convención general al respecto, estimaría preferible llamar al texto punitivo vigente CP 96, por considerar de mayor relevancia el año de su entrada en vigor que el de su aprobación y publicación, mas no entraré ahora en la argumentación detallada de esta opinión.
3) La segunda mitad de los noventa, época que se desarrolla hasta el presente y en la que se han producido reformas, algunas de ellas de gran trascendencia.
4) El futuro del Código Penal.
    En cuanto a la primera de estas etapas, se desarrolló en un ambiente de liberalismo de corte acentuadamente social, de preocupación por el trato que el sistema daba al delincuente; se exigía que la sociedad asumiera su cuota de responsabilidad en la delincuencia, había un acuerdo sobre la necesidad de humanización de las penas, triunfaba el abolicionismo, todo ello aliñado con la ilusión por construir un nuevo orden jurídico y social que dio lugar a la Constitución Española primero y, después, a algunos intentos frustrados de nuevo Código. En cualquier caso, este espíritu ha venido comunicándose de proyecto en propuesta, de propuesta en anteproyecto o borrador y así sucesivamente hasta desembocar en una Parte General del Código Penal de 1995 que responde a las inquietudes de una época que no es la propia y que recibe en su mayor parte los parabienes de los penalistas. 
    Pero los tiempos cambian y, poco a poco, la actitud social ante el delito ha ido endureciéndose, en un proceso de ámbito universal en el que los Estados Unidos, con sus desarrollos en torno a la idea de tolerancia cero, han desempeñado un papel decisivo. Cuando el Código Penal de 1995 es elaborado definitivamente, la sociedad pide mano dura para los delitos tradicionales y exige la protección penal de una serie de intereses y valores emergentes, fenómeno que se ve alentado por la complacencia de los poderes públicos que encuentran en el Derecho Penal el instrumento idóneo, por barato y popular, para aparentar la gestión de los asuntos públicos. De este modo, una Política Criminal que casi no merece este nombre desplaza la verdadera política social en muchos ámbitos en los que ésta sería respuesta oportuna y deseable. Con ello, tenemos ya sobre la mesa los dos conceptos que han constituido el leitmotiv de estas jornadas y sobre los que volveré más adelante: uso simbólico del Derecho Penal y tendencia a la intervención máxima. 
    Esta etapa condicionaría el contenido de la Parte Especial del Código Penal de 1995, a lo que se atribuye las frecuentes discordancias entre la relativa suavidad del Libro I y la relativa dureza de muchas cláusulas de la Parte Especial. No obstante, cabría añadir una cierta hipocresía del legislador que, imbuido del rigorismo penal de la época reciente, quiere obtener aún el aplauso de los nostálgicos de los setenta al precio asequible de incluir en el código proclamaciones humanitarias que nada valen desde el momento en que disposiciones específicas contradicen sistemáticamente y convierten casi en un brindis al sol esos buenos deseos. Uno de los muchos ejemplos que podrían aducirse en este sentido es la limitación formal del máximo de prisión a veinte años del art. 36 frente a la real previsión de penas superiores (hasta 30 años) en virtud de los arts. 70, 76, 140, 370, 473, 485, 572 y 605, por lo menos. En cualquier caso, en términos generales, es opinión extendida que el Código Penal de 1995 resulta más duro que el anterior.
    El incremento de la represión penal propio de nuestra época se ha agudizado en los cuatro años y medio de vigencia del Código Penal de 1995, con particular incidencia en un área (los delitos sexuales) que, precisamente con la liberalización de las costumbres, vivió en los años sesenta y setenta una etapa de sensible retirada del Derecho Penal en atención a la distinción entre desvalor jurídico y valoración moral. En este sentido, se aprecia un peligro cada vez más cercano, cuando no ya verificado en algunos ámbitos, de volver a confundir Moral y Derecho. Por lo demás, tanto las reformas ya operadas como las recientemente anunciadas van en el mismo sentido de aumentar aún más la dureza.
    Este panorama hace pensar que no estamos en el mejor de los momentos para seguir retocando el código. La falta de disposición, o sencillamente de capacidad, de los poderes públicos para adoptar medidas eficaces de gestión, así como el recurso frecuente y aplaudido al fácil expediente de la represión penal obliga a ser cautos y a mantener una actitud de reserva ante los anuncios de nuevas modificaciones de la legislación como las que en los últimos días se suceden. Salvo en casos muy notorios de exacerbación punitiva que es preciso corregir cuanto antes (se ha citado repetidamente el delito de hurto como ejemplo que a mí en particular me parece de todo punto escandaloso), parece más razonable congelar por ahora las peticiones de reforma ante el riesgo de que lo que venga sea aún peor que lo que ya tenemos.

III. EL PROBLEMA DE LA PUESTA EN PRÁCTICA DEL CÓDIGO 
    Hay un buen número de debilidades concretas en el Código Penal de 1995. Algunas de ellas son muy notables y sobre su existencia recae un cierto acuerdo doctrinal. Al hilo de estas reflexiones de síntesis, he ido e iré incluyendo referencias a algunos de los problemas que los expertos señalan como relevantes, lo que me parece más apropiado que desgranar en una lista y uno por uno los elogios y las críticas que se han vertido sobre el código.
    Pero sí quiero resaltar un aspecto que varios ponentes han comentado, alguno incluso con insistencia, y que parece especialmente preocupante: el Código Penal sólo es una parte, y no siempre la más relevante, del conjunto de instrumentos y mecanismos de la Justicia Criminal. Hay todo un sector adicional de normas y de instituciones que condicionan en altísima medida la realidad de la aplicación de las normas: no sólo las disposiciones formales como las que regulan los procedimientos de aplicación y ejecución del Derecho Penal, sino también cuestiones tan pegadas al día a día como los medios económicos y de infraestructura disponibles, la propia mentalidad de los operadores jurídicos (jueces, fiscales, abogados, policías y guardias civiles...), el diseño y la ejecución de la política penitenciaria, etc.
    Un ejemplo que se ha citado varias veces es el del debate falseado acerca de la pena de prisión perpetua y que recuerda aquellos meses en que los padres destrozados de tres chiquillas salvajemente asesinadas y vejadas pedían con insistencia un aumento de las penas para ciertos delitos y consiguieron un alto apoyo popular reflejado en cientos de miles de firmas. ¿Más penas para qué, si los autores de estos delitos espantosos reciben condenas formales a prisión por decenas y cientos de años? ¿Cadena perpetua para qué, si la normativa permite casi desde el principio de la ejecución de la pena que se clasifique al recluso en tercer grado y acceda al régimen abierto con una aceleración simultánea de la libertad condicional? Las respuestas a estas preguntas apuntan en la misma línea y se abordan brevemente a continuación: Pues, para reforzar ese carácter simbólico de la legislación penal que tantas virtudes parece tener al tranquilizar el espíritu de muchos ciudadanos y maquillar la gestión de los asuntos públicos. Por otra parte, también aquí se manifiesta esa contradicción entre las buenas palabras y la realidad punitiva, plasmada en la existencia de un sistema de sanciones aparentemente casi idílico y una situación cotidiana en la que la mayoría de las nuevas penas y medidas prácticamente no se aplican por falta de medios materiales e infraestructura o por graves defectos de diseño técnico-jurídico: en ausencia de estudios empíricos que son casi inexistentes en nuestro país, no es aventurado afirmar que el arresto de fin de semana, los trabajos en beneficio de la comunidad, la medida de alejamiento personal son grandes fracasos que vienen a unirse a los ya históricos de la pena de multa, de las inhabilitaciones y suspensiones, por no hablar del inacabable aunque últimamente menos virulento debate acerca de la pena de prisión.

IV. LA ERA DEL DERECHO PENAL SIMBÓLICO 
    La insuficiencia del Código Penal para responder por sí mismo a los retos incluso de la propia Política Criminal, si es que alguna vez ha existido en España (quitando la época de Jiménez de Asúa) algo que merezca este nombre, contrasta con la cada vez más acentuada tendencia a hacer responsable al Derecho Penal de todo lo que sucede y de lo que deja de suceder. En cierto modo, hay un retorno social generalizado a la creencia en fórmulas mágicas para enfrentarse a la realidad, en ídolos reales o inventados en los que se confía para resolver los problemas. Pues bien, una de estas supersticiones, y de las más conspicuas, es la que hace referencia al Derecho Penal.
    Cuando se descubre que una menor está siendo explotada sexualmente por su propia madre, la primera y más instintiva reacción es pedir la modificación del Código Penal; si en los medios de comunicación aparecen constantes noticias sobre homicidios y asesinatos de mujeres por sus maridos o compañeros, no falta quien nos recuerda las deficiencias del código en este apartado; que hay una cierta moda de conducir en sentido contrario por las autovías: se añade un tipo al respecto, lo mismo que si de pronto surgen redes de tráfico de inmigrantes o si el hermano de un señalado político se enriquece sospechosamente; si se produce una violación particularmente horrorosa, inmediatamente se exige un aumento de las penas; si la banda de asesinos independentistas vascos mata con especial crueldad, ¡algo tendrá que ver con esto que en nuestro Derecho no exista la pena de prisión perpetua!; y así hasta la náusea. Cualquier persona que recibe esta información llega de un modo más o menos difuso a la convicción de que la madre de todos los males es el Código Penal y que, de forma simétrica, existe una panacea consistente en mejorar la legislación penal. Y, como ya sabemos, por mejor legislación penal se entiende en los tiempos que corren leyes penales más duras.
    Claro está que nadie habitualmente afirma de modo expreso que mediante las reformas penales se pueda resolver ninguna clase de problema social, sino que más bien se trata de un mensaje subliminal que parece asumido por muchos de los que opinan en los medios de comunicación, sobre todo por los políticos. Por eso no cabe hablar de Política Criminal, al menos conscientemente diseñada como tal, en estos casos. En cambio, lo que existe es la colocación del Código Penal en un lugar de referencia, como una especie de faro hacia el que todos miran y en todo caso hacia el que a los poderes públicos les interesa que todos miren cuando un problema da la cara. Porque, ¿quién podría negar que este gobierno y este parlamento, al igual que los que los precedieron, afronta con decisiones concretas los problemas de nuestro tiempo? Por supuesto, nadie que crea en la virtud taumatúrgica de la legislación penal, puesto que, allí donde surge un conflicto, acude corriendo el brujo legislador y gobernante (en estos tiempos, resulta complicado explicar al lego en Derecho la diferencia) para combatirlo con el más tranquilizador de los conjuros: Se pone en marcha una nueva reforma del CP y la ciudadanía respira satisfecha al comprobar que los responsables políticos verdaderamente se preocupan por los problemas. 
    Algunos aspectos concretos en que esta fe irracional en las normas penales se traduce son la legislación represiva de las drogas distintas del tabaco y el alcohol; la afirmación del pseudoprincipio de la pendiente resbaladiza con el que se justifican normas inoperantes como la apología del art. 18 (cuya razón de ser estaría, como ha sido dicho, en "aplacar a las fieras") o inconsistentes como la parcial tipificación de la eutanasia; la regulación casi por completo inútil cuando no inaplicable materialmente en materia de delitos mercantiles y societarios; y otras muchas.
    El acercamiento supersticioso, simbólico, al Código Penal es una vertiente, acaso la más inocua de forma inmediata, pero no por ello poco preocupante, del momento que se vive en la legislación penal. Más agresiva en su planteamiento es la otra vertiente, que vamos a considerar a continuación y con la que terminaré estas reflexiones.

V. PRINCIPIO DE INTERVENCIÓN MÍNIMA VERSUS REPRESIÓN PENAL MÁXIMA 
    Casi todos los criminalistas simulamos creer, cuando abordamos los fundamentos del Derecho Penal, que uno de los principios básicos de este sector del ordenamiento se expresa en términos de ultima ratio, de intervención subsidiaria, fragmentaria, lo más discreta y suave posible, en los asuntos sociales. Acudir a la legislación penal en busca de soluciones debe ser el último recurso del responsable político; una Política Criminal conforme con este noble principio debe estar orientada hacia la despenalización de conductas, hacia la abstención penal, hacia la confianza en una respuesta social o administrativa de gestión de los problemas.
    El Código Penal de 1995, por cierto, no está exento de rasgos que confirman este postulado. Pero ¡ay! parecen ser muy pocos y además en peligro de extinción: se ha señalado en particular la trascendental desde el punto de vista dogmático previsión del art. 12, que introduce un sistema de crimina culposa en nuestro Derecho; también el retraso en la línea de defensa penal con respecto a las conductas sexuales, aunque en esta materia ya hemos visto que la situación tiende a empeorar tras la entrada en vigor del código.
    En cambio, los ejemplos de aumento de la represión son extraordinariamente abundantes. Todos ustedes han tenido ocasión de escucharlos repetidamente, por lo que me limito a indicar algunos: en primer lugar, estas reformas recién mencionadas en materia de delitos sexuales; la exacerbación de las penas asignadas a los delitos patrimoniales; más allá de esto, la casi sistemática agravación de las penas en los libros II y III; la extremada dureza en la represión de cualquier comportamiento que tenga que ver, siquiera lejanamente, con el trafico de drogas (aunque esto no es peculiar del Código Penal de 1995, sino que viene de antiguo); la agravación material que surge de un instituto como la continuidad delictiva cuya ratio original es la atenuación.
Se trata, por lo demás, de un fenómeno de endurecimiento de la respuesta punitiva que, en términos históricos y según la experiencia que se observa en otros países que nos influyen fuertemente, es posible que no haya hecho sino comenzar. Por eso, aunque es cierto que existen zonas del ordenamiento penal que pueden ser mejoradas, quizá no tanto en su formulación típica como en lo que se refiere a los instrumentos y los medios materiales de aplicación, el panorama obliga a ser prudentes. Cuando la presión social y política hacia una mayor represión es tan fuerte, el especialista debe adoptar una doble cautela: por un lado, ser extremadamente riguroso consigo mismo y procurar darse cuenta de en qué medida sus propuestas y opiniones están condicionadas en cada caso por ese clima social; por otro lado, ser consciente del peligro de que cualquier iniciativa de reforma, por bienintencionadamente humanitaria que pueda ser en su formulación original, está abocada a resultar todo lo contrario al final del proceso de tramitación.
    Pero, cuidado, no se aboga por el inmovilismo en la actitud frente a la Política Criminal, ni por seguir abrazando los viejos postulados de la criminología crítica que tanta influencia han tenido y siguen teniendo en la ciencia penal española. Probablemente tan peligroso como dejarse llevar por la marea de la tolerancia cero sea el encastillamiento en posiciones abolicionistas, ingenuas, acerca de la propia existencia y necesidad de las normas y de la represión penales, en cuanto ello puede ahondar el abismo que parece ir abriéndose entre la ley y su aplicación, por un lado, y lo que la mayoría social considera razonable. Conviene tender puentes, aunque con las cautelas indicadas y cuidando como tesoros las garantías básicas que, en términos históricos, se han conseguido a base del esfuerzo y del sufrimiento de muchas personas adelantadas a su tiempo.
    Nadie tiene la llave de la verdad, mucho menos en el ámbito del Derecho Penal, tan inabarcable y tan lleno de matices. Las mejores soluciones no están predeterminadas de forma que basta con descubrir su escondite para acceder a ellas, sino que van surgiendo poco a poco del libre intercambio de ideas y opiniones, sobre todo de ideas y opiniones sustentadas en el rigor y en la reflexión profunda. Y, en mi modesta opinión, estas Jornadas han constituido un excelente ejemplo de ello. 


EL CÓDIGO PENAL DE 1995, CINCO AÑOS DESPUÉS

Jesús Barquín Sanz: e-mail 

RESUMEN: El Código Penal de 1995 es fruto de una combinación de diferentes momentos sociales e ideológicos que se han ido sucediendo a lo largo de veinte años, con una creciente tendencia al rigor punitivo. Sus deficiencias son muchas y relevantes, no obstante lo cual ha de guardarse prudencia en las propuestas de modificación, puesto que los tiempos no son propicios para una legislación penal reflexiva y ponderada, sino para otra simbólica y represiva al dictado de lo que en cada momento se piensa que reclama la opinión pública.

PALABRAS CLAVES: derecho penal, código penal, política criminal, sistema de penas, reforma penal, principio de intervención mínima

FECHA DE PUBLICACIÓN EN RECPC: 29 de diciembre de 2000


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