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EL CONSENTIMIENTO DEL OFENDIDO EN LOS DELITOS CONTRA LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA (SOBRE EL BIEN JURÍDICO PROTEGIDO EN LOS DELITOS "DEL CARGO") (*) |
FERNANDO
VÁZQUEZ-PORTOMEÑE SEIJAS |
SUMARIO:
V. El procedimiento administrativo como bien jurídico-penal.
VI. Técnica legal a utilizar en la construcción de delitos procedimentales.
La tipicidad de los delitos de los funcionarios públicos aparece "recortada"
por una constelación de elementos conceptuales aportados por el Derecho
administrativo, el sector del ordenamiento jurídico que define en primera
instancia los criterios de legitimidad de la acción estatal. Entre dichos
elementos se cuenta la voluntad aquiescente del administrado, ocasional
presupuesto -según enseña la dogmática clásica- de la existencia o
eficacia de las decisiones unilaterales imperativas de la Administración (1).
El consentimiento del titular del domicilio, por ejemplo, convierte la ejecución
de una diligencia de entrada y registro no respaldada por resolución judicial
alguna en un acto plenamente respetuoso con la legalidad vigente, desprovisto
de relevancia jurídico-penal, tal y como declaran los artículos 18.2 CE y
545 LECrim. y refrenda el artículo 534. 1 CP. Las posibilidades teóricas de
un consentimiento desprovisto de base legal -sustitutivo de una autorización
de intervención estatal- en la técnica conceptual de los delitos contra la
Administración Pública han recibido, sin embargo, escasa atención por parte
de la literatura penal española, que no por parte de la alemana (2).
En
efecto, ésta ha venido defendiendo pacíficamente su admisibilidad en
aquellos supuestos en los que el tipo en cuestión presupone, expresamente o
con arreglo a su naturaleza, que el autor actúa invito
laeso, contra o sin la voluntad del lesionado. Un consentimiento otorgado
por compasión con la situación de penuria económica del sujeto activo
determinaría, así, la atipicidad de la conducta de exceso en la recaudación
de impuestos, honorarios u otras contribuciones para una caja pública ('
353 StGB), al representar la voluntad contraria del particular -según
una primera corriente de opinión (3)- una característica típica
no escrita vertida en los conceptos expresivos del objeto material del delito,
o requerir dichos tipos -en un segundo planteamiento (4)-, la
existencia de una suerte de ficción o simulación en la imposición de la
carga económica.
La
institución del "consentimiento
justificante"
presenta ya otros perfiles. Tradicionalmente, su recepción y examen en este
ámbito han poseído el sentido de completar o matizar una de las más
extendidas clasificaciones de que son objeto los grupos delictivos de la Parte
Especial, la que atiende a la titularidad -individual o colectiva- de los
bienes e intereses que protegen. "Algunos
bienes jurídicos -dirá Weigend sobre este punto(5)- suponen
intereses inmediatos de la comunidad constituida en Estado, como por
ejemplo... una Administración Pública que también en su apariencia externa
se conduzca exclusivamente con arreglo a criterios objetivos. Naturalmente a
estos bienes también subyacen como beneficiarios en último término las
personas individuales, pero resultan tan lejanamente afectadas que con
perfecto derecho podrían caracterizarse como bienes de la comunidad, sobre
los que un individuo nunca podría disponer eficazmente". Siguiendo esta línea de pensamiento, en los delitos de los
funcionarios dicha voluntad aquiescente permanecería desvinculada del
perjuicio esencial provocado por el abuso del cargo, por la desviación del órgano
estatal de los fines que tenía legalmente encomendados (6).
Esa es la razón -recuerda Maurach (7)- por la cual también
comete prevaricación judicial el juez que, en anuencia con el demandado,
dicta una sentencia que ampara jurídicamente una ejecución crediticia "aparente" o "ficticia".
Ahora bien, no debe perderse de vista que, en tanto
construcción dogmática, el consentimiento a los delitos contra la
Administración Pública entronca directamente con la vigencia de ciertos
principios constitucionales del Estado de Derecho, y que en esa medida ofrece
una lectura sustancialmente más compleja. Como tempranamente percibieron
Hirsch y Wagner, en un sistema jurídico en el que las conductas permitidas o
autorizadas a los agentes de la Administración vienen exclusivamente las
determinadas por el Derecho público no puede haber espacio para un
consentimiento justificante. Contra la disponibilidad de los ciudadanos sobre
las agresiones a los derechos fundamentales producidas en sus relaciones jurídicas
con el Estado hablarían ya, pues, el principio constitucional de adecuación
a Derecho de la actividad administrativa (art. 20. 3 GG)
y la consiguiente exigencia de apoderamiento legal para las mismas (8).
De forma aislada, Cobo del Rosal / Vives Antón se hacen eco de este argumento
en la literatura penal española (9).
Esa apelación a la máxima de la reserva de ley al fin de
exigir un estricto aval legal para el consentimiento conoce, ciertamente,
detractores. Amelung, en particular, ha indicado que si la Constitución
alemana únicamente pone en relación la obligación de reserva de ley general
con las agresiones producidas en la esfera jurídica de los ciudadanos, y de
acuerdo con la mejor doctrina iuspublicista el concepto de agresión presenta
un momento o componente coactivo, aquélla no podrá no decaer ante la
existencia de un consentimiento atribuido de manera realmente voluntaria por
el perjudicado (10). Frente a ello cabe apuntar, no
obstante, que en el ordenamiento jurídico español el régimen de previo
apoderamiento legal afecta a la totalidad de las actuaciones de la
Administración Pública dotadas de eficacia ablatoria, esto es, con
virtualidad para incidir con efectos limitativos o extintivos en cualquiera de
las situaciones jurídicas que integran la esfera de libertad de los sujetos
privados o públicos. Esa es la interpretación que mejor conviene a las
previsiones de nuestro texto constitucional, cuyo artículo 53. 1 dispone -al
aludir a los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo II del T. I-,
que "sólo
por ley, que en todo caso deberá respetar su contenido esencial, podrá
regularse el ejercicio de los derechos y libertades". En este mismo orden de cosas, la exigencia de ley habilitante para
legitimar las intromisiones administrativas en los restantes se halla en
consonancia con la protección que la propia Constitución dispensa al derecho
al "libre desarrollo de la personalidad"
(art. 10. 1), según se ha argumentado por Santamaría Pastor (11).
La
controvertida naturaleza jurídica de los delitos contra la Administración Pública
está llamada a introducir elementos de "distorsión" en el plan de análisis hasta aquí expuesto. Deducir, sin más, la
inapreciabilidad del consentimiento justificante del carácter colectivo,
social o estatal del bien jurídico común a tales figuras no puede dejar de
suscitar reservas cuando para la concreción del mismo se recurre a conceptos
como la "confianza
pública en la pureza u objetividad del ejercicio del cargo",
tal y como puede leerse en Maurach o Weigend (12), o la "pureza del cargo",
que son los términos en los que se expresan Geppert o Tiedemann (13).
Siempre quedará abierta la cuestión de si semejantes intereses -carentes de
una precisa referencia normativa- resisten la aplicación de la regla crítica
que le es inmanente. De hecho, cabe imaginar supuestos en que un delito del
cargo individual y socialmente consentido, tolerado, no sólo no reduce de
facto la capacidad prestacional y el rendimiento del trabajo de los órganos
estatales, sino que incluso los aumenta de forma manifiesta. Puede recordarse
aquí la extendida visión de la corrupción administrativa como un fenómeno "beneficioso"
para el mercado, puesto que, al permitir el alzamiento de las trabas
establecidas por el intervencionismo estatal, permite a las fuerzas que operan
en su seno expresarse libremente (14).
Pero además, concluir -y argumentar a partir de- la
compatibilidad o incompatibilidad del poder de disposición de los
particulares eventualmente afectados con la naturaleza (colectiva,
institucional, comunitaria) del bien jurídico tutelado presupone una precisa
definición de éste. Y, desde luego, puede razonablemente dudarse de la
idoneidad de las referencias anteriormente reproducidas para describir un
objeto de protección penal apto para reflejar el ingente material legislativo
de las figuras que integran el estatuto penal de la Administración Pública.
Situados en esta perspectiva, parece claro que esa unánime apreciación sobre
la inviabilidad y los insalvables obstáculos que se oponen a un hipotético
consentimiento a un delito del cargo no puede ser "incondicionalmente"
compartida, ni siquiera con la mirada puesta en aquellas figuras que -con toda
seguridad- protegen intereses exclusivamente públicos, como la prevaricación
o el cohecho.
También
es posible contestar, en segundo lugar, la opinión de que sólo a costa de
malinterpretar el sentido del principio de reserva de ley cabría dotar de
relevancia al consentimiento del ofendido por delitos del cargo. En ese plano,
integran éstos, es verdad, una realidad normativa que se resiste a ser
abarcada por la idea del consentimiento justificante. En el Estado de Derecho
la voluntad de un particular nunca puede reemplazar a la de la mayoría
parlamentaria democráticamente legitimada. Salta a la vista, con todo, que si
los "límites
al consentimiento"
sirven para configurar los ámbitos de responsabilidad penal, sistemáticamente
constituyen "sólo"
un posterius a la configuración del injusto mismo. En otros términos,
el consentimiento podría excluir la antijuridicidad si el delito en cuestión
reclama, junto con la lesión simultánea del bien jurídico comunitario, la
de otro bien jurídico individuales y disponible que, de acuerdo con su ratio,
debe considerarse prevalente sobre aquél. Esta línea de trabajo, la de
verificar su relevancia y viabilidad sobre la base de la combinación de fines
de protección individuales y supraindividuales identificable en buena parte
de las figuras del grupo, ha sido recientemente reivindicada por autores como
Marini o Roxin, quienes combaten la tendencia de la jurisprudencia y doctrina
tradicionales a rechazar automáticamente la eficacia del consentimiento en
relación con aquellas figuras contra la colectividad cuyas consecuencias
afectan igualmente a personas individuales (15). Y en ella
se ubica también la notable aportación de Amelung, a cuyo juicio en la exégesis
tradicional de los delitos del cargo "pluriofensivos"
se ha procedido a una ponderación difusa, vaga, de los intereses en concurso,
que respondería en última instancia a consideraciones autoritarias no
justificadas ni justificables a la luz de los presupuestos de la intervención
penal en el Estado Social y Democrático de Derecho (16).
En aplicación lineal de ese modelo, Amelung excluye, por
ejemplo, la posibilidad de un consentimiento eficaz en el subgrupo de los
delitos cometidos por los funcionarios públicos en el ámbito de la
Administración de Justicia, de los ''
343, 344 y 345 StGB. Se trataría de prescripciones que garantizarían, con
prioridad sobre los singulares derechos de las víctimas, la juridicidad de
los procedimientos penales, en cuya preservación -enfatiza- el Estado debe
insistir para salvaguardar su identidad, su esencia de Estado de Derecho (17).
Las prohibiciones de la persecución de personas no culpables y de la ejecución
de penas ilegales ('' 344 y 345 StGB) se extenderían
también, por ello, al funcionario que, mediante cooperaciones colusivas con
un particular, crean una suerte de "farsa"
de justicia penal. De acuerdo con su planteamiento, en tales hipótesis deberían
simplemente aplicarse las sanciones previstas
para la ejecución en grado de tentativa, ya que el abandono de los intereses
individuales por su titular produciría, si no la atipicidad, sí un déficit
en la ejecución del tipo, impidiendo la realización de su injusto integral (18).
No obstante, y con la mirada puesta en el contenido del '
345 StGB, Amelung llega a proponer la exclusión de la punibilidad para
las denominadas "intervenciones de crisis",
en las que necesidades de prevención especial aconsejarían valorar
positivamente las peticiones de una nueva -ilegal, típica- ejecución de la
pena por parte de presos ya excarcelados (19).
Para Amelung, el consentimiento del ofendido sería viable,
de acuerdo con sus fundamentos generales, cuando existiese una relación de "interdependencia fáctico-funcional"
entre el bien jurídico de los delitos de los funcionarios en el ejercicio del
cargo y los intereses privados de los ciudadanos, esto es, cuando la protección
penal especial de aquél se justificase exclusivamente en su trascendencia
para la protección de intereses individuales (20). Ello se
verificaría en los delitos que protegen secretos privados, reunidos
fundamentalmente en los ''
354 StGB, por lo que atiende al
secreto postal y de telecomunicación, y 355 StGB,
relativo al secreto fiscal (21); así como en punto a la
violación de los secretos del servicio del '
353 b StGB, cuando el interés público concurrente radique precisamente
en la tutela de un secreto de titularidad exclusivamente privada (22).
En estos supuestos, en la medida en que la existencia del bien jurídico
individual dependería íntegramente de la voluntad de los particulares
titulares del secreto, éstos podrían consentir en que se prescindiese de las
correspondientes medidas de protección penal, independientemente de que con
ello se estuviese impidiendo ya la realización de alguna de las características
del tipo, concretamente la del peligro "para importantes intereses públicos"
del '
353 b (23).
En lo tocante a los delitos de abusos sexuales sobre
presos, detenidos y partícipes en procedimientos penales y penitenciarios ('' 174 a 11 y 174 b StGB), en cambio,
Amelung indica que la eficacia del consentimiento únicamente se compadecería
bien con la idea del legislador cuando trajese consigo la exclusión del
elemento típico del "abuso", ya
que en ambas figuras los intereses individuales se hallarían en relación de
alternatividad con el bien jurídico de la confianza pública en el buen
funcionamiento de la Administración de Justicia y de las instituciones que
pueden privar legalmente de libertad a los ciudadanos (24).
Ese sería el caso, en el marco del ' 174 a StGB, de un contacto
sexual no basado sobre una situación de dependencia ni sobre la ablación de
los derechos de libertad sexual de los presos. El "abuso"
típico del '
174 b StGB resultaría excluído, por su parte, cuando el consentimiento
del perjudicado no viniese motivado por la pendencia del procedimiento (25).
La
tarea de poner de relieve de modo sistemático los límites entre el
consentimiento apreciable y no apreciable en el campo de los delitos del cargo
se implica, por lo tanto, con una de las cuestiones fundamentales del grupo,
la del esclarecimiento de la relación en que se hallan en su seno la protección
de la Administración Pública y la de los intereses individuales de los
administrados. Los supuestos en que Amelung reconoce al particular la posición
de sujeto pasivo y, consecuentemente, la defensa y disponibilidad del bien
protegido, coinciden con aquéllos en los que entre el bien jurídico
representado por la propia Administración y los intereses de los ciudadanos
afectados por el acto realizado por el funcionario se puede fijar una relación
funcional, instrumental, en definitiva, una verdadera derivación de los
bienes estatales y sociales de los que son propios del individuo. De esta
forma, lo que le lleva a afirmar la improcedencia de recurrir a las vías de
protección penales para sancionar menoscabos o perturbaciones de derechos
individuales puestos en práctica con la voluntad del afectado es, en último
extremo, la convicción de que no existen diferencias relevantes entre su
configuración y la de los clásicos casos de consentimiento, centrados en el
plano objetivo en la anuencia con la lesión-destrucción de un bien
individual. Y ello porque -en su concepción- la obligación garantista,
prestacional, de la Administración Pública decaería si el titular del interés
individual renunciase a él y no debiesen entrar en juego, de acuerdo con el
ámbito de tutela trazado por el tipo, intereses de otras personas o de la
sociedad merecedores de específica consideración. Esa misma combinación de
las vertientes de afectación individual y social del delito, por el
contrario, nunca permitiría excluir el castigo cuando el bien supraindividual
(titularidad de la sociedad o del Estado) no consistiese ya en un mero
instrumento para la satisfacción de los bienes individuales, sino en un cauce
o medio para componer los conflictos de los ciudadanos y dar cumplimiento a
sus exigencias y pretensiones jurídicas.
La clarificación del contenido y de la ubicación dogmática
del consentimiento está llamada a operar, así, una suerte de efecto
inductivo (y en todo caso, beneficioso, provechoso) sobre la problemática del
fundamento y estructura de los delitos del cargo, toda vez que la explicación
para una posible ampliación del ámbito de aplicación de dicha institución
a estos supuestos legales habrá de buscarse en razones de exclusiva técnica
jurídica. El del consentimiento deviene, ante todo, pues, un "problema"
de exégesis lógico-deductiva de los tipos, a afrontar con arreglo a dos
criterios normativos. En primer lugar, y al tratarse de un acto estrictamente
personal a través del que se manifiesta la libertad de decisión individual,
deberá identificarse al sujeto del que ha de proceder : el titular del bien
jurídico, aquél que sufre la ofensa esencial para la subsistencia del
delito. Ello nos obliga, sin embargo, en segundo lugar, a dilucidar la
ratio última de la intervención del Derecho penal en este ámbito, a
precisar si el conjunto de derechos e intereses sobre los que inciden de modo
fundamental las conductas delictivas es jurídicamente referible a la
comunidad o al individuo. Para ello, el intérprete deberá descubrir los
criterios empleados por el legislador a la hora de modular la tutela de los
diversos bienes jurídicos en juego, guiándose por las indicaciones que
ofrecen los tipos correspondientes. Esta forma de proceder debe mantenerse con
independencia de que el tratamiento del problema en este plano (el de la técnica
de incriminación elegida, seleccionada) pueda llegar a convertirse en un
subterfugio para atribuir relevancia justificante al comportamiento del
ofendido más allá de lo que el ordenamiento jurídico extrapenal permite.
La
doctrina penal española ha empeñado esfuerzos y complejas elaboraciones para
concluir que la nuda lesión de un deber del servicio sin perjuicio alguno
para los intereses de los ciudadanos no podría servir para apoyar una
sentencia de condena penal por delitos del cargo (26). Con
toda seguridad, el desarrollo del llamado "Estado
social", la
creación de una Administración intervencionista, voluminosa y diversificada,
plantean nuevas exigencias al Derecho penal. En el epicentro del actual
sistema administrativo se sitúan la producción y prestación de servicios,
la actividad contractual y concertada de la Administración Pública, que ha
respondido a las reivindicaciones sociales de mayor eficiencia flexibilizando
sus formas de actuación, buscando y procurándose espacios de decisión
discrecional y, sobre todo, mostrando sus preferencias por el diálogo y la
negociación con el administrado antes que por el acto de autoridad (27).
La aparición de fórmulas legales de resolución de conflictos alternativas
al recurso judicial y no basadas, al menos exclusivamente, sobre la
interpretación y aplicación de las reglas jurídicas, constituye la mejor
prueba de todo ello (28). En suma, y sin temor a
equivocarnos, podemos afirmar que una revisión de la categoría conceptual
que nos ocupa constituye momento obligado en la construcción dogmática del
Derecho penal de la Administración Pública de nuestros días.
II.
La naturaleza jurídica de los delitos de los funcionarios públicos en el
ejercicio de sus cargos: referencia a las diversas elaboraciones doctrinales.
Razones técnicas y político-criminales avalan la consideración de la
naturaleza jurídica como cuestión prioritaria en cualquier estudio sobre los
delitos contra la Administración Pública. Como en punto a cualquier otra
clase de infracciones, el bien jurídico se configura, desde luego, como el núcleo
central de su injusto típico, constituyendo, en su función hermenéutico-teleológica,
el referente básico para la delimitación del alcance y sentido de los tipos
y de los elementos objetivos y subjetivos que los integran. Hay que reconocer,
sin embargo, que el hallazgo de un concepto que permita articular un discurso
racional en este ámbito, dotado de suficientes elementos de generalidad y
contrastabilidad, parece hurtar con las propiedades "especiales"
de una materia penetrada, como apuntaba Von Liszt (29), por
las transformaciones sufridas por la organización y composición de las
instituciones políticas y administrativas del Estado. La polémica sobre la
sujeción de la empresa pública al estatuto penal "ordinario"
de la Administración puede servir para ilustrar su situación de "permanente pendencia2
de una decisión legislativa que afronte, de modo global y preciso, las
importantes cuestiones interpretativas que suscita la confluencia en el ámbito
complejo de esta disciplina de diversas e incluso contradictorias necesidades
de tutela.
En otro sentido, conviene recordar que nos movemos en uno
de los sectores de la Parte Especial en los que, por antonomasia, se expresa
esa "peligrosa
tendencia que posee todo Estado social a hipertrofiar el Derecho penal a través
de una administrativización de sus
contenidos de tutela"
de la que habla Mir Puig (30), puesto que sobre la
organización y el control de las actividades públicas inciden también otras
ramas del ordenamiento jurídico, muy señaladamente el Derecho administrativo
sancionador. El bien jurídico se muestra, también en esta vertiente, como el
instrumento idóneo para poner de manifiesto las lagunas y deficiencias
existentes en la regulación vigente, esto es, para clarificar los mecanismos
definitorios de la criminalidad (31).
Los
conceptos que la literatura penal sugiere para definir ese fundamento "primario"
de la represión de los delitos contra la Administración Pública suelen
acompañarse de numerosas objeciones, pero es paradójicamente su imprecisión
-el tratarse de valores tan etéreos que resultan inconcretables y, por lo
tanto, incapaces de constreñir el alcance de la ley- la que constituye lugar
común en la mayoría las exposiciones al uso. Tan es así que Torío López
ha podido escribir que las distintas opiniones parecen más bien meras "reorientaciones
semánticas o lingüísticas de la materia"
que dejan intacta, imprejuzgada, la cuestión de si realmente se está aquí
en presencia de un bien jurídico único y determinable (32).
Si la hipótesis esencial de una política criminal clara, controlable y
orientada a la persona es el respeto de la vocación de ultima
ratio del Derecho penal, hay que resignarse a aceptar que las propuestas
presentadas hasta el presente no han posibilitado proceso de alguno de "refundación"
o "desincriminación".
Ninguna se ha mostrado operativa a la hora de aportar un concepto material de
bien jurídico lo suficientemente concreto y riguroso como para que pueda
establecerse con certeza, por vía de deducción lógica, cuál deba ser el
catálogo de delitos a incluir en la categoría.
Frente al parecer de autores como Cramer , Jescheck o Tröndle
/ Fischer (33), la mayoría de la doctrina española,
alemana e italiana y un sector muy representativo de la alemana sostiene y
fundamenta la existencia de un objeto de tutela común a todos los delitos
contra la Administración Pública. De la mano de un nuevo enfoque metodológico,
la literatura moderna ha abandonado definitivamente el pensamiento del "Derecho
penal de posición",
en un proceso de "dinamización"
de la tutela especialmente impulsado por los autores alemanes. El análisis
detallado de las descripciones típicas ha hecho posible, en efecto, la
transformación -nominal, dogmática y político-criminal de estas figuras- de
delitos "cometidos
por un funcionario"
en delitos realizados "en
el ejercicio de un cargo público",
y la reducción a una cierta unidad, con ello, de su contenido de injusto (34).
En ellas, escribe Maurach (35), puede identificarse fácilmente
un interés común, "que
no sólo mantiene su valor propio junto al bien jurídico del delito base,
sino que en muchas ocasiones asume incluso la dirección dogmática".
Ya más recientemente, la consolidación de estas premisas interpretativas ha
permitido afirmar a Dedes que las dificultades para la determinación del bien
jurídico del grupo no se derivan de la contraposición entre "delitos de posición"
y "delitos
del cargo",
sino exclusivamente del hecho de que en el Capítulo 29 del Código penal alemán
se contienen conductas no pertenecientes ni a uno ni a otro sistema, en la
medida en que reclaman como sujetos activos a particulares, a personas ajenas
a la función pública (36).
La existencia de estos delitos no se justificará ya, pues,
ni en el fortalecimiento de principios deontológicos relacionados con la "ética"
del cargo, ni en la necesidad de reforzar el prestigio o la dignidad de los órganos
administrativos, ni, por supuesto, en la exigencia de deslindar debidamente
los ámbitos de actuación de los distintos poderes públicos. Todos estos "valores"
se consideran reminiscencias de concepciones ideológicas y políticas
desfasadas, incapaces de expresar exigencias "reales"
de tutela. El bien jurídico se proyecta, por el contrario, hacia el cargo,
hacia la corrección de su ejercicio frente a las irregularidades,
extralimitaciones o perturbaciones protagonizadas por sus titulares. El rasgo
distintivo -esencial- de su estructura se descubre en un abuso de la
autoridad, de la posición privilegiada o de los medios materiales
proporcionados por el ejercicio de un cargo público; y en un abuso
especialmente grave, además, en la medida en que se trata de "instrumentos"
que han sido confiados y puestos a disposición -legalmente, o de acuerdo con
la organización interna del servicio- del sujeto (37). Son,
en definitiva, delitos contra la "función
pública"
realizados por quienes se hallan
en disposición de atacarla desde dentro, cuando actúan desde su interior (38).
Ese es su denominador común en el terreno de la ofensividad, la verdadera razón
de su punibilidad.
Continuando
con el trabajo doctrinal desarrollado en Alemania, esa idea del mantenimiento
de un aparato funcionarial con capacidad de actuación, como interés
categorial o genérico, ha cristalizado en dos bienes jurídicos específicos,
que la bibliografía presenta de modo alternativo o conjunto. Una primera
opinión opta por subrayar la idea de la confianza de la ciudadanía en la
fiabilidad de los aparatos administrativos como elemento indispensable, desde
una perspectiva sociológico-sistemática, para su eficaz funcionamiento (39).
En otras ocasiones, la alusión se hace -más ampliamente- al ejercicio de las
facultades concedidas por el Estado al empleado público como instrumentos de
garantía de un desarrollo legal del poder público.
La concepción que concreta el perjuicio producido por
estos supuestos legales en la pérdida de confianza en la
"pureza"
o integridad del ejercicio de los cargos públicos apela al papel de aquélla
en tanto instrumento de legitimación del Estado de Derecho y presupuesto de
su propia capacidad funcional (40). La aceptación o
receptividad de las decisiones administrativas por parte del "público"
se ve a todas luces facilitada cuando aquéllas proceden de sujetos
escrupulosamente respetuosos en sus actuaciones con determinados estándar
normativos (41). Más allá de ello, puede afirmarse incluso
que la posibilidad de citar ante un tribunal penal a los agentes de la
Administración para que acrediten la observancia de la ley y del Derecho en
sus actividades materiales y jurídicas es uno de los dispositivos más
efectivos para conseguir el fortalecimiento de la "relación
fiduciaria"
entre los gobernados y los gobernantes (42). No da la
impresión, sin embargo, de que el desvalor real de los abusos de los
funcionarios públicos pueda captarse simplemente con ayuda de esta idea. De
entrada, cabría poner en duda la misma idoneidad del factor "confianza"
en orden a alcanzar un "impecable"
funcionamiento de la Administración. La confianza "ciega"
de un entorno
social desconocedor de los niveles de corrupción o convenientemente "adoctrinado"
a través de los medios de comunicación social puede servir a la consolidación
de un sistema administrativo opaco, opuesto a la transparencia, a la
imparcialidad y a la sumisión a la ley que -con arreglo a la Constitución-
deben informar todas las actuaciones de la Administración Pública (43).
Y, en cambio, si dicha confianza se concibe como secuela de un "adecuado"
(a saber, legal, imparcial, ajustado a Derecho) desenvolvimiento de las
acciones administrativas, sólo podría resultar perjudicada cuando la
conducta del cargo no se acomodase a los cánones constitucionales, esto es,
cuando fuese antijurídica por atentar contra "otro"
bien jurídico-penal, del que por ello, en palabras de Amelung (44),
siempre aparecería como accesoria. En otro sentido, la noción de confianza
no proporciona una imagen descriptiva, "agotadora",
coherente con la seguridad jurídica, del bien jurídico; su excesiva vaguedad
hace de ella un concepto formal, incapaz de justificar diferencias sistemáticas
o valorativas entre ésta y cualquier otra clase de delitos.
Concluyendo sobre este punto, qué duda cabe de que la
ruptura de la relación fiduciaria entre los aparatos de poder y los
administrados pervierte los mismos fundamentos del sistema democrático, y de
que la corrupción y la partitocracia contribuyen a minar dicha relación "en
nombre de un uso formal y abusivo del argumento electoral"
(45). Pero como ocurre con otros coeficientes (v. gr. la pérdida
de incentivos en las actividades de participación social y política, la
generación de economías alternativas), el rol técnico que le corresponde a
la "desconfianza"
del administrado en el ámbito de los delitos de los funcionarios es el de
indicio o síntoma de su dañosidad social, esto es, de elemento
complementario al bien jurídico que debe desplegar toda su eficacia en el
terreno de la argumentación político-criminal, a la hora de evaluar la
necesidad de tipificar determinados comportamientos (46).
Distanciándose
expresamente de la tesis de Maurach, Blei vinculó el desvalor de todas las
formas de la delincuencia "de
la función"
a los vicios en que pudieran incurrir los representantes del Estado en sus
acciones futuras. A su entender, estos delitos aspiran a garantizar la "pureza del ejercicio del cargo",
entendiendo por tal el interés objetivo en un ordenado desarrollo de los los
cargos públicos, el interés en que de los mismos no se derive -por
consecuencia de la inserción de un propósito criminal determinado- ninguna
clase de hechos lesivos o peligrosos (47). Tiedemann, entre
otros autores, suscribe esta interpretación (48), cuyos
antecedentes se remontan -según indica el propio Blei- a Von Liszt / Schmidt
y a su caracterización de los "hechos
penales en el cargo"
como "amenazas
para la buena marcha de la Administración del Estado"
(49).
La doctrina contemporánea, empero, excluye la posibilidad
de que la "pureza"
de la función encierre un verdadero bien jurídico-penal, indicando que su
ofensa es, en realidad, consecuencia de la de bienes de mayor consistencia y
precisión. En esta línea, y entre los propios autores alemanes, Wagner ha
puesto de manifiesto que la pureza carece de otro sentido que no sea el de la
adecuación a Derecho del ejercicio del cargo, el de la vigencia del principio
de legalidad de la actividad administrativa (50). En Italia,
Pagliaro ha escrito que para revestir a dicho concepto de una mayor "sinteticidad
dogmática"
sería necesario someterlo a un proceso de depuración, esto es, realizar "ulteriores
especificaciones"
del mismo (51); y Stile que la tutela de la Administración
Pública no puede justificarse en un instrumento que, aunque ofendido por "cualquier
delito de los funcionarios públicos",
carece de virtualidad para delimitar el radio de cada una de las normas del
grupo, para clarificar sus recíprocas relaciones o para distinguir los ilícitos
penales de las faltas disciplinarias (52). En España, el
debate ha tomado una orientación similar, conviniendo autores como Cugat
Mauri y Morales García en destacar la abstracción, la inmaterialidad y el
discutible significado axiológico de la idea (53). En el
fondo, todas estas reflexiones revelan que ésta y otras fórmulas parecidas ("corrección",
"ejemplaridad")
vienen a presuponer tácitamente como dado algo que todavía está por
demostrarse : que tales referencias proporcionan puntos de apoyo
significativos para la formación del concepto material (político-criminal) y
dogmático "delito de funcionario".
La opinión prevalente en España e Italia defiende, por el
contrario, que si bien una orientación "objetivo-funcional"
permite considerar como interés común a estos tipos el intachable desempeño
de la función pública, resulta imprescindible poner en conexión su estudio
con el modelo de Estado constitucionalmente definido (el Estado social y
democrático de derecho). Con ello, la referencia para la construcción del
grupo se sitúa en aquellos valores-fines a los que -de acuerdo con las
previsiones constitucionales- debe tender la Administración Pública, y en
los valores-medios que -nuevamente en el marco de la Ley Fundamental- deben
ser predispuestos a su consecución (54). En este
planteamiento, sintetiza Asúa Batarrita, la legitimidad de la tutela penal de
la Administración se desprende de su carácter de institución esencial para
la coexistencia pacífica dentro del dinamismo de la vida social, de sujeto "garante
de condiciones de disfrute de derechos, y de ordenación armónica de
intereses contrapuestos de acuerdo con la ley"
(55). Pese a las deficiencias técnicas y a los múltiples
problemas de aplicación de la regulación vigente, la doctrina mayoritaria
reivindica así la pretensión del legislador penal de entender la "corrección"
de las funciones actividades desde la perspectiva del contenido de las
prestaciones generadas por el Estado social y democrático de derecho, de sus
finalidades y, sobre todo, de los beneficios que las mismas deparan a aquél a
quien el principio democrático convierte en verdadero titular del interés público"
: el administrado (56). Por esta vía, la Administración Pública
se afianza como un auténtico bien jurídico material, protegido única y
exclusivamente en tanto en cuanto sirve con arreglo a unos determinados parámetros
(los "supraprincipios"
constitucionales por los que su organización y actividad se encuentran íntegramente
penetradas y condicionadas) los intereses generales de toda la ciudadanía. López
Garrido / García Arán ven en la propia rúbrica del Título XIX CP la
plasmación de esta idea rectora (57).
Esta
aproximación constitucional a los delitos del cargo goza de importantes
avales normativos y político-criminales. Se trata, ante todo, de una opción
interpretativa refrendada por la Exposición de Motivos de la LPC de 1992. "La
Constitución de 1978 -reza- alumbra un nuevo concepto de Administración
sometida a la ley y al derecho, acorde con la expresión democrática popular.
La Constitución consagra el carácter instrumental de la Administración
puesta al servicio de los intereses de los ciudadanos, y la responsabilidad
política del Gobierno en cuanto que es responsable de dirigirla".
Por ello -prosigue- la Administración y su régimen jurídico deben sufrir
los necesarios ajustes y reformas "para
integrarse en la sociedad a la que sirve como el instrumento que promueve las
condiciones para que los derechos constitucionales del individuo y de los
grupos en que se integra sean reales y efectivos".
En otro sentido, conviene recordar que los criterios y valores que integran el
estatuto constitucional de la Administración vienen afirmados con carácter
preceptivo -no meramente programático-, lo que lejos de hacer perder
estabilidad al concepto de bien jurídico, hace posible el desenvolvimiento de
su función crítica. Junto a esta capacidad para constreñir el alcance de la
ley ordinaria, asimismo suele destacarse positivamente que, en la medida en
que los principios seleccionados por la Carta Magna constituyen cánones
normativos externos a la Administración Pública, representan un criterio
altamente utilizable en sede de diferenciación entre ilícito penal y
disciplinario, al inducir a reservar éste para los incumplimientos o
transgresiones de pautas de organización marcadas por la propia Administración
o por el legislador ordinario que no lleguen a traducirse en un perjuicio de
dimensión externa, esto es, en la lesión o puesta en peligro de bienes de
relevancia constitucional distintos de la funcionalidad interna del cargo
desempeñado por el sujeto (58).
El
procedimiento de exégesis de ese objeto de tutela ("la
Administración Pública")
viene marcado
por el empleo de un criterio puramente objetivo -atento a las concretas
funciones ejercidas-, en detrimento del de la cualificación abstracta del
sujeto de la actividad (criterio subjetivo). Como indica Bricola, si bien la
crisis del principio de separación de poderes en su sentido clásico hace lícito
dudar de una atribución exclusiva de las funciones legislativa,
jurisdiccional o administrativa, parece claro que sobre el plano de la
actividad las mismas se evidencian distintas -cualquiera que sea el órgano
que las desarrolle-, presentando cauces y modos de exteriorización
diferentes, "y
a la diversidad de actividad no puede no corresponder una diversidad de fines
a alcanzar y, consecuentemente, de valores a tutelar" (59). Al mismo tiempo que permite sintetizar en la
idea de "servicio
a los intereses generales"
la nota definitoria esencial a la totalidad de la actividad pública del
Estado de nuestros días, la perspectiva constitucional impone, pues, una
reagrupación de los bienes jurídicos en juego con arreglo a las características
o cualidades predicables de la Administración Pública, del Poder Judicial y
de las actividades política y legislativa (60). En
definitiva, el bien jurídico común a los delitos contra la Administración Pública
no sería otro que la realización de sus actividades prestacionales según
los valores fijados por la Constitución como especiales y exclusivos de la
función administrativa stricto sensu.
Para la doctrina española, el punto de partida lógico y material del conjunto
normativo del Título XIX del CP se halla, en consecuencia, en el estatuto
constitucional de la Administración Pública, explicitado en el art. 103.1 del
Texto Fundamental ("La
Administración sirve con objetividad los intereses generales", y actúa "con
sometimiento pleno a la ley y al derecho",
de acuerdo con los "principios
de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación").
A la luz de este marco normativo, la mayoría de los autores remiten la esencia
común a todas estas infracciones a la idea de "servicio",
para proponer acto seguido -juzgando por los esquemas con arreglo a los que se
expresan las distintas conductas delictivas- una especificación de aquéllo en
lo que consiste y del modo en qué se perturba en cada supuesto (61).
Según otras opiniones, en cambio, el bien categorial vendría integrado : a)
por la eficacia, entendida como capacidad de prestación y/o de garantía de los
servicios públicos (62), prevista, además de en el 103. 1,
en los arts. 3. 1 y 4. 1 d) LRJAP; b) por la "objetividad"
en la sumisión al interés general (63), directiva derivada
del principio básico de "interdicción
de la arbitrariedad de los poderes públicos"
del art. 9. 3 CE; c) por la imparcialidad como condición personal de
cumplimiento de la objetividad (64), cuya trascendencia viene
subrayada por el art. 103. 3 al ordenar que la ley reguladora del estatuto de
los funcionarios públicos recoja "las
garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones";
o, finalmente, d) por los "intereses
generales"
que la Administración está obligada a cuidar y perseguir en virtud de la cláusula
de habilitación contenida en el art. 103. 1 (65).
En Italia, la literatura ha localizado un referente de rango
constitucional suficientemente preciso en el art. 97. 11
de la Constitución, a tenor del que "los
órganos públicos se organizan según disposiciones legales de modo que sean
asegurados el buen funcionamiento y la imparcialidad de la Administración".
Ambos principios han sido objeto de exhaustiva clarificación por Bricola,
Tagliarini y Rampioni, quienes coinciden en señalar que ofenderían el buen
funcionamiento todas las conductas delictivas que obstaculizasen la eficiencia
de la Administración, esto es, que frustrasen la capacidad de perseguir los
fines legalmente asignados a la misma, así como aquéllas que se sustanciasen
en un ejercicio abusivo de los poderes y de las cualidades conexas al ejercicio
de la función o en un abuso de los bienes patrimoniales y recursos de
titularidad pública (66). Si en vez de eso, la función pública
no se ejecutase en modo tal que permitiese distribuir equitativamente entre los
ciudadanos las utilidades y sacrificios derivados de la acción administrativa,
lo que se lesionaría sería el bien jurídico de la imparcialidad (67).
Las aportaciones posteriores se han orientado en esta misma dirección. Las
propuestas de Angioni (68) -que conceptúa el "buen
funcionamiento"
como bien jurídico de nivel constitucional pero no tutelable penalmente- y
Stortoni (69) -que ve en la garantía de la legalidad la ratio
de la disciplina penal del grupo- no han alcanzado apenas eco.
III.
Presupuestos constitucionales para la delimitación de la Administración Pública
como objeto de tutela.
Llegados a este punto se hace preciso realizar ya algunas observaciones.
Comenzamos con la concepción que hace converger estos delitos bajo el reclamo
a los principios que, de acuerdo con el orden material del poder público
administrativo establecido por la Constitución, pueden aislarse como "propios"
o "específicos"
de la acción de la Administración Pública, con independencia de las
diferentes formas que revista o adopte (actividad de imperium,
actividad de gestión económico-patrimonial y actividad prestacional). Como
se ha visto, sus propios partidarios asumen pacíficamente que la mera alusión
a la "función
pública"
resulta excesivamente genérica como para poder concretar el ámbito de los
tipos penales, que dan entrada a conductas muy diferentes entre sí, aptas
para poner en peligro -con toda seguridad- diversas facetas o vertientes de
aquélla. Situado, entonces, frente a una simple directiva interpretativa cuya
única utilidad y finalidad parece ser la de dejar sentadas las coordenadas en
que ha de desarrollarse la investigación sobre el bien jurídico protegido
por cada delito o grupo de delitos, al intérprete no le restará sino
preguntarse si en punto a estos delitos es técnicamente posible mantenerse en
el respeto a los principios científico-valorativos que informan la
clasificación de los grupos de infracciones de la Parte Especial del Código
penal (70).
Pero hemos visto también cómo algunas voces en la
doctrina española intentan el camino de la reunificación del grupo en torno
al parámetro de valoración jurídica de las actividades administrativas que,
en cada caso, estiman esencial o prioritario. Esta posición de base parece en
disposición de captar con mayor exactitud la esencia de estos delitos, pero
las diferenciaciones de tipo cualitativo y cuantitativo de que debe seguirse
si se quiere evitar una -insostenible- "infravaloración"
de los elementos constitutivos de cada uno de ellos terminarán por privarla
de consistencia. Sin ánimo de exhaustividad, reflejaremos a continuación
aquellos asertos que conforman los planteamientos más extendidos en la
doctrina iuspublicista y que, a nuestro juicio, arrojan definitivamente luz
sobre la idoneidad de estos principios con vistas a integrar el objeto y la
finalidad propios de las figuras del Título XIX.
Detengámonos, en primer lugar, en la condición de la
Administración como sujeto vinculado a la satisfacción del interés general
y caracterizado su gestión objetivo-jurídica. Si el interés general es una
de las pautas que utiliza el constituyente para organizar y revestir de
legitimidad a las actuaciones públicas, está claro que toda actuación
presidida por los criterios personales y omnímodos de los titulares de los órganos
administrativos -por definición, las actuaciones con fin delictivo- deviene
radicalmente ilegítima (71). Lo que, quizá, no ha
ponderado suficientemente la literatura penal es que, si se parte de la
premisa de que lo que da contenido material propio a los delitos del cargo es
la desviación de las funciones públicas de los fines establecidos por el
ordenamiento jurídico, en todo proceso penal que verse sobre estas figuras el
juez habrá de determinar cuáles son aquéllos, determinación que no
resultará precisamente sencilla (72). Como explica Sáinz
Moreno, si el cauce "natural"
de expresión de lo que la sociedad entiende por el bien común -y la única
admisible en el marco de una democracia representativa- es la legislación, en
la mayoría de los casos ésta se limita a encomendar a la Administración la
realización de una valoración del mismo, bien directamente ("mediante
fórmulas en las que se remite a lo que conviene o perjudica al interés público"),
bien indirectamente ("mediante
la atribución de la potestad de decidir discrecionalmente") (73). El "interés
general"
representa, de esta forma, "un
concepto formalizador de un bien jurídico global, abstracto y formal",
a través del que pretende expresarse condensadamente "el
bien jurídico -sustantivo y concreto- merecedor de protección en cada caso y
en el curso del proceso de desarrollo, integración y aplicación del
ordenamiento jurídico"
que la Administración Pública lleva a cabo (74); un fin
para cuya definición deberá tomar en consideración tanto los intereses
secundarios concurrentes (públicos o privados), como todos aquéllos que se
incluyen en el radio de acción de la propia noción de "interés
general"
: el de cada ámbito de decisión de cada uno de los ordenamientos
particulares que resultan de la organización territorial del Estado y el del
conjunto de todos los espacios de decisión articulados por y desde la
Constitución y el ordenamiento jurídico general (75).
Volvamos
la mirada ahora a los supraprincipios constitucionales de la actividad
administrativa. Si para ellos pueden y deben reclamarse espacios científicos
propios, independientes, no parece que modelos tan claramente diferenciados de
delincuencia como los que muestra el grupo puedan hacerse acreedores de una
interpretación unitaria, al menos, bajo el perfil de la objetividad jurídica.
Otra clase de razonamiento pugnaría con la naturaleza fragmentaria del
Derecho penal, teniendo en cuenta que la connotación de todos los abusos de
la función pública en términos de parcialidad, de ilegalidad o de
ineficacia sólo sería posible a costa de una cierta difuminación o
flexibilización de los conceptos de referencia, en suma, de un "vaciamiento"
de sus contenidos reales de valor (76). La función crítico-interpretativa
del bien jurídico resultaría perjudicada por la genericidad de los criterios
manejados, y el intérprete se arriesgaría nuevamente a abrir el campo de las
sanciones penales a comportamientos que podrían ser adecuadamente resueltos
por otras ramas del ordenamiento jurídico. Veámoslo con algunos ejemplos.
En modo alguno podría considerarse casual y sí sumamente
significativo que a lo largo del Título XIX del CP español estuviese
presente y aflorase la preocupación del legislador penal por garantizar la
eficacia de la acción de los poderes públicos, como exigencia de
materialización, en la realidad de los hechos, de los fines u objetivos a que
dicha acción sirve. El Estado actual, marcado por el sello de la "sociabilidad",
tiene el deber de proporcionar a la ciudadanía cauces técnicos para
defenderse ante una Administración arbitraria, "pero
debe prever también instrumentos para estimular a la Administración a actuar"
(77). En la eficacia se expresa, así, la vigencia del
Estado social en el ámbito jurídico-administrativo, condición que implica
-escribe Parejo Alfonso- "un
hecho capital: la perspectiva propia y única válida es la del ciudadano, la
de la colectividad administrada como destinataria de los servicios públicos"
(78). En su esfera de aplicación, de hecho, "ceden
todo protagonismo las exigencias propias de la Administración como poder público
(sujeto dotado de imperium, de
privilegios exorbitantes) en favor de la condición radicalmente vicaria y
servicial de dicha Administración",
como "instrumento
justificado sólo en la (objetiva) eficaz gestión del interés general" (79). Indudablemente, lato
sensu entendida, la delincuencia funcionarial afecta con especial
intensidad a la acción estatal de ejecución del ordenamiento y de
configuración de las condiciones de vida social. Pero, como principio jurídico
de alcance general, la eficacia en nuestra Constitución juega -como resalta
el propio Parejo (80)- en la esfera administrativa puramente
externa, la de las relaciones ad extra
de la Administración, de modo que difícilmente podría ser asumido como
objeto de tutela de uno de los delitos más emblemáticos del grupo, el de
desobediencia, cuya formulación normativa se asienta sobre la lesión de la
jerarquía como criterio instrumental e intraorganizativo, siendo
completamente ajena al tipo del artículo 410. 1 CP la perturbación de
cualquier otra clase de organización administrativa.
A través de la apelación a la "objetividad
o imparcialidad",
por su parte, se tratará de fijar normativamente un bien jurídico
consistente -según la mejor doctrina iuspublicista- en la privación a la
Administración de toda capacidad para generar una racionalidad independiente
de la jurídica, o sea, de la que se traduce en la "realización
del Derecho desde y mediante el Derecho"
(81). Así perfilada, la imparcialidad proporciona una ayuda
ciertamente modesta sobre el plano de la reconstrucción hermenéutica de los
delitos del cargo. De hecho, sólo permitiría orientar la interpretación de
aquellas figuras cuyo espacio de punición se explica y define sobre la base
de una interferencia claramente personal o privada en la actividad del
operador público, de aquéllas cuya tipicidad reclama un empleo de las
potestades administrativas idóneo para alterar la par
condicio civium. Habrá de convenirse, por ejemplo, en que la punibilidad
de los delitos de prevaricación (art. 404 CP), abandono colectivo de servicio
público (art. 409 CP) o infidelidad en la custodia de documentos (art. 413 CP)
no puede recavarse directamente del peligro que representan para el derecho a
la igualdad de la ciudadanía frente a la Administración Pública y a sus
representantes, puesto que su consumación no requiere -ni como momento finalístico
ni objetivo- la ilegítima realización de intereses privados bajo la forma de
ventajas o perjuicios.
Pero
por encima de estas consideraciones sobresale todavía otra. Y es que, más
allá de las dificultades interpretativas que -sin duda- traen consigo los
diversos principios y valores superiores que la fórmula del Estado social y
democrático de derecho reserva para la Administración, la labor de ponderación
entre aquéllos a los que la misma remite no parece autorizar a ninguna
operación de jerarquización (82). El constituyente ha
resuelto que las cláusulas del "Estado social",
del "Estado
democrático"
y del "Estado
de derecho"
obliguen de modo simultáneo y sin diferencias de rango o validez (83);
y es deber de cualquier operador jurídico, "ya
sea el legislador, el Gobierno, la Administración, los Tribunales y aun los
intérpretes privados",
encontrar en cada supuesto concreto "un
punto de equilibrio entre todos ellos"
(84). Como precipitado técnico de aquella fórmula
compleja, la definición que el artículo 103. 1 proporciona de la
Administración Pública da entrada a distintos momentos lógicos, incluidos
en la unidad conceptual que entre todos forman y sólo susceptibles de
valoración -y empleo, utilización- independiente en tanto en cuanto ello no
se oponga a lo que resulta del conjunto (85). La
Administración Pública es, en suma, cada uno de esos rasgos distintivos que
invoca la doctrina penal (imparcial,
legal, eficaz,
servidora), pero
no es ninguno de ellos si no se la analiza en función de los restantes. Sánchez
Morón expresa muy gráficamente esta idea cuando escribe que la noción de
Administración Pública válida para el derecho público de nuestros días,
la que resulta del concepto de Estado social y democrático de derecho, no
atiende a un criterio orgánico, ni a su relación con la ley, ni mucho menos
al dato subjetivo y formal de la personalidad jurídica, sino a su dimensión
institucional y finalista : "es,
pues, aquella institución pública que se singulariza (y se legitima) por su
función de servicio (con objetividad) de los intereses generales"
(86). De esta definición constitucional debe partir hoy en
día la construcción dogmática del Derecho penal de la función pública,
pues son dichos caracteres los que legitiman la atribución a la Administración
del conjunto de poderes, facultades y prerrogativas de Derecho público que
están en la base de la ejecución de las conductas delictivas en el cargo.
Las aproximaciones constitucionales que estamos
considerando se limitan, en definitiva, a proporcionar una descripción
meramente empírica
-si se permite la expresión- del objeto de tutela : la Administración Pública.
Las críticas negativas que aquí les dirigimos no se alimentan, pues, de los
presupuestos ideológicos de los que parten, sino de su limitada operatividad
a la hora de ofrecer una precisa interpretación de los elementos típicos de
cada uno de los delitos (87). Las definiciones propuestas no
van -nuevamente- más allá de proporcionar criterios abstractos, inservibles
tanto para circunscribir correctamente los ámbitos de las singulares normas
incriminatorias, como para clarificar las relaciones concursales existentes
entre las distintas figuras. Es verdad que un proceso de concreción
desarrollado en más fases podría dotar de operatividad dogmática a dichas
indicaciones, pero con ello resultarían ya sustancialmente alterados los términos
con arreglo a los que se conduce el debate. Dicho de otra forma, una vez
reconocidas las virtudes
del argumento constitucional, lo que habrá que constatar es si con ayuda del
mismo es posible identificar un referente político-criminal y dogmático que
sirva para generar la agrupación, que permita captar la esencia de todos y
cada uno de los tipos sin necesidad de recurrir a la formulación de
ulteriores bienes jurídicos. Para ello, el intérprete deberá trabajar con
conceptos que, además de poseer el necesario coeficiente de certeza, le
permitan controlar los fenómenos de crisis
de la propia racionalidad de la disciplina motivados por su demostrada potencialidad
expansiva, al ser plenamente abarcable por el dolo del autor y permitir
calibrar la entidad
de la ofensa. Las investigaciones sobre los intereses ofendidos por los
delitos del cargo no pueden, por lo tanto, entenderse agotadas.
IV. Idiosincrasia de la Administración en el seno de los
bienes jurídicos colectivos o supraindividuales: concepción de la organización
administrativa como ente de intermediación de las relaciones sociales.
En un sistema político que adopta como fundamento "la dignidad de la
persona y los derechos individuales que le son inherentes" (art. 10. 1
CE), parece imprescindible conceptuar todos
los bienes jurídicos colectivos, supraindividuales o macrosociales como
entidades de naturaleza "instrumental"
preordenadas a la realización de bienes o intereses individuales de la
máxima relevancia (88). En el caso de la Administración Pública,
la propia Constitución obliga, desde su indiscutible primacía jurídica, a
situar el centro de atención del Derecho penal en los procesos o actividades
que aquélla debe llevar a la práctica "para
que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra
sean reales y efectivas"
(art. 9. 2). Esta es la única interpretación que permite cohonestar los
tradicionales "delitos
del cargo"
con el esquema de fines de un Estado cuya legitimidad dimana de su capacidad
para incidir en la vida social y garantizar en ella -como señala Rudolphi- "una
configuración justa e igualitaria de las relaciones humanas"
(89).
Aceptar el carácter dinámico-funcional del bien jurídico
"Administración Pública" conlleva diversas consecuencias de orden
dogmático y político-criminal. Si su tutela penal es
"instrumental" con respecto a la de los bienes jurídicos
"finales", los de la persona humana, deberá ser a todos los
ciudadanos -sin distinción- a quienes deba atribuírseles la condición de
sujetos pasivos del delito, al verse dañados en sus aspiraciones sobre un
desarrollo de la función pública escrupulosamente respetuoso con los
criterios y principios constitucionales (90). Marx
ejemplifica muy gráficamente este razonamiento cuando escribe que el concepto
de bien supraindividual bascula en torno a la relación entre las estructuras
necesarias para la autorrealización personal de los individuos y todos y cada
uno de los miembros de la organización social del Estado (91).
Pero un concepto "personalista" de bien jurídico
obliga también a un entendimiento social-normativo de los bienes
supraindividuales. En un Estado social y democrático de derecho los bienes
colectivos deben surgir de la propia estructura social y, más concretamente,
del sistema de relaciones macrosociales existente en ella (92),
y deben apoyarse sobre categorías empíricas que alcancen a expresar la idea
que les sirve de fundamento : el tratarse de presupuestos o condiciones
para la protección y el desenvolvimiento de los bienes individuales.
Lo que "no sólo permite sino que incluso obliga"
a dispensar tutela penal a la Administración Pública es -como indica Silva Sánchez
siguiendo a Hassemer (93)- el dato de que la persona es un
ser esencialmente social, que únicamente puede proteger y hacer efectivos sus
intereses en el seno de la sociedad y de sus instituciones. Parafraseando a
Rudolphi, diríamos que es valiosa y merecedora de protección jurídico-penal
en la medida en que la función que le compete forma parte de la estructura
social, y es, al propio tiempo, un presupuesto imprescindible "para
la vida en común próspera de individuos libres del Estado"
(94). En esta línea, contrastar las previsiones que el Código
penal destina a los delitos que nos ocupan con las propiedades y características
que la Administración presenta en tanto cuerpo
social o ente de
intermediación de relaciones sociales aparece como un instrumento fundamental
con vistas a controlar la aplicación práctica de aquéllas y, sobre todo, a
valorar su idoneidad para lograr los objetivos que deben perseguir. Conducir
-siquiera someramente- la investigación sobre el bien jurídico del grupo de
los delitos del cargo por estos derroteros puede ser, por ello, de gran
utilidad.
Los
sociólogos definen la organización administrativa, en sentido amplio, como
aquella parte de la organización social encargada de realizar de un modo
constante las funciones constrictivas y directivas necesarias para la
consecución de fines públicos (95). El concepto sociológico
de institución la presenta, así, como un sistema organizado de relaciones
sociales que incluye valores y procedimientos comunes, y que satisface
necesidades básicas de la sociedad (96). En esta definición
básica, esos "valores comunes" se refieren a ideas y metas
compartidas, mientras que los "procedimientos comunes" equivalen a
pautas reglamentadas de comportamiento, y el "sistema de relaciones"
a la red de roles y status a través de los que las personas llevan a cabo sus
comportamientos (97).
Todos estos factores suministran pautas de conducta a los
actores sociales, lo que significa tanto como que ejercen -sin distinción de
rango o grado- un verdadero papel socializador (98). Quienes
desde la literatura penal han preconizado una lectura institucional
de los delitos de los delitos del cargo han venido mostrándose partidarios,
sin embargo, de reservar a la intervención en este ámbito la finalidad específica
de eliminar los peligros de desmoronamiento o caída de la institución misma
(la Administración Pública) mediante el reforzamiento del conjunto de
comportamientos expresados en códigos formales y del cuerpo de tradiciones,
expectativas y rutinas que dan contenido al rol institucional (el rol de
agente del Estado) (99).
El que las esferas públicas y privadas deban permanecer
escrupulosamente separadas, de forma que los funcionarios no permitan que las
relaciones personales influyan en sus acciones, es, en efecto, uno de los
valores generales que se institucionalizan en el rol de funcionario público (100);
y va de suyo que dicho rol sólo podrá ser desempeñado con éxito por
quienes hayan interiorizado las actitudes y comportamientos correspondientes
-también- a ese valor. Pero ni la lógica de la prevención, ni la lógica
utilitarista de la reducción de la violencia estatal podrían legitimar el
recurso a las conminaciones y sanciones penales ante cualquier fracaso del
proceso de socialización en este terreno. Como indica Münch, la ideología
de un Estado libre de dominio personal representa una pauta normativa cuya
"supervivencia exitosa" no viene determinada ni única ni siquiera
principalmente por su imposición mediante la movilización del poder, sino
por el arraigo que tenga en la tradición del universo vital de la burocracia
y por su adaptación a experiencias de aprendizaje, intereses y cálculos de
utilidad situacionalmente cambiantes (101). De hecho, y al
fin de desarticular la llamada "buropatología", la ciencia de la
Administración ha venido apostando por un abanico de estrategias y técnicas
que van desde la justa aplicación del "complemento de
productividad" como compensación económica, hasta la creación de
grupos de trabajo autodirigidos, pasando por estrategias motivadoras como dar
a los trabajadores una mejor participación en la forma de decisiones, delegar
responsabilidades en ellos, o enriquecer su trabajo (102).
Si parece evidente que buena parte de los problemas de
"motivación" o de estímulo individual en los esquemas de trabajo
de la Administración Pública podrían solventarse mejor mediante incentivos
-menos molestos, más eficaces- que mediante sanciones (103),
la intervención del Derecho penal carecería de sentido en términos de
necesidad. De perseguir dicho objetivo, los delitos de los funcionarios contra
la Administración deberían ceder ante la existencia de instancias de control
social que provocarían un menor grado de sufrimiento a la sociedad en su
conjunto y cuya implantación traería consigo, con toda seguridad, efectos
preventivos, ya no sólo comparables, sino claramente superiores a los
suyos.
La
teoría de los bienes jurídicos supraindividuales anteriormente expuesta
refuerza estas conclusiones. Con arreglo a ella, de lege ferenda, la técnica
de tutela seleccionada por el legislador habrá de permitir identificar en los
ciudadanos a los receptores del perjuicio esencial para la subsistencia de
todos y cada uno de los modelos de delincuencia contra la Administración Pública.
Dicha técnica se compadece bien únicamente con aquellas concepciones sociológicas
que presentan a la Administración Pública como una entidad "en
movimiento", como una institución "viva" caracterizada, como
indica Quermonne (104), por la idea de obra o empresa que
anima su funcionamiento y por la adhesión o el consentimiento implícito que
suscita entre los ciudadanos llamados a beneficiarse de sus actividades. Con
vistas a justificar la naturaleza del Derecho penal de la función pública
como medio de control social orientado al individuo, el intérprete deberá
interesarse, pues, por aquel componente del concepto de institución que le
permite dar cuenta de su actividad y finalidades y evaluar sus repercusiones
sobre el ámbito vital de los ciudadanos. Los delitos del cargo se revelan, así,
como medios de aseguramiento de ciertos procedimientos de actuación
administrativa : de aquéllos que, hallándose sometidos a un constante
peligro de infracción, repercuten directa o indirectamente sobre derechos e
intereses individuales.
V.
El procedimiento administrativo como bien jurídico-penal.
Sintetizando lo hasta aquí concluido, dos son los criterios "técnicos"
que deben presidir la interpretación de los delitos contra la Administración
Pública. En primer lugar, su estandarización
será únicamente posible en la medida en que la idea que la anime pueda
ponerse en una relación positiva con el concepto jurídico-penal de bien jurídico
colectivo y con el arsenal de argumentos que pueden extraerse del mismo. Pero
además, en segundo lugar, cualquier discurso sobre su ratio
debe adoptar como premisa la recepción de los principios y máximas
mencionados en el art. 103. 1 CE por todos y cada uno de los tipos del grupo.
Ello no significa, naturalmente, que las características y estructura típicas
de cada figura no permitan una ulterior selección o particularización de aquéllos
para acentuar la tutela de uno u otro aspecto de la función pública; lo
concluido hasta este momento autoriza a exigir, sin embargo, que dicha tarea
no se abra a argumentos de contraposición, exclusión o alternatividad, sino,
a lo sumo, de preponderancia o sobrepeso.
Hace ya algunos años Bustos Ramírez apuntó una línea de trabajo
que, a pesar de haber pasado relativamente desapercibida a la doctrina española,
puede proporcionar, a la luz de las consideraciones desarrolladas, una idea
general acerca de la forma en la que el legislador penal protege el estatuto
constitucional de la Administración Pública. Subrayando la naturaleza
institucional del bien jurídico protegido en los delitos del Título VII del
CP de 1973, Bustos señalaba que "no serviría de nada el reconocimiento
de la libertad de la persona... si la autoridad pudiese proceder de cualquier
manera, en forma injusta o arbitraria o a causa de beneficios o promesas económicas"
(105). En su opinión, lo que realmente pretendía
preservar el legislador penal español con ellos era, de esta forma, "el
ejercicio debido o correcto de la función administrativa, que resulta
indispensable para el funcionamiento del sistema, y que consiste en dar vías
procedimentales para que todos y cada uno de los miembros de la colectividad
puedan resolver sus conflictos sociales o efectivizar sus intereses" (106).
En
apoyo de este punto de vista, Bustos esgrimía argumentos de carácter únicamente
teleológico. Interesa notar, sin embargo, que su propuesta viene a converger
con la promovida -desde otros ámbitos de la disciplina- por un sector de la
doctina italiana al tratar de ofrecer un modelo o esquema ideal de tipificación
de los delitos dirigidos contra las instituciones u organizaciones sociales.
Así, para Mantovani la idoneidad de la Administración Pública para erigirse
en objeto de la tutela penal viene siempre condicionada a su capacidad para
ser objeto de "ofensa", para resultar jurídicamente agredida (107).
Consideraciones teleológicas, dogmáticas y garantistas aconsejarían, pues,
poner en relación todos los abusos que puedan producirse en este terreno con
cada una de las entidades
que componen dicho "denominador
abstracto", o sea, con los actos procedentes de los órganos
administrativos o con los "procedimientos
singulares"
(108). Angioni retoma y desarrolla esta idea, reconociéndole
viabilidad formal en el Derecho positivo. Como bienes dinámico-funcionales
-escribe (109)- las Administraciones Pública y de Justicia
adquieren la condición de bienes jurídico-penales sólo cuando las
agresiones dirigidas contra sus actividades institucionales y procedimientos
administrativos y judiciales comportan conjuntamente (o como consecuencia
mediata) la ofensa de bienes individuales finales. Recurriendo a un ejemplo,
el test sobre la relevancia jurídico-penal de una simulación de delito, por
ejemplo, debería confirmar de esta forma que, debido a la pérdida de tiempo
ocasionada a los órganos encargados de la investigación, todos los
individuos implicados en los procesos retrasados o entorpecido han resultado
mediata pero efectivamente perjudicados por la ficción (110).
En caso contrario, carecería de las propiedades materiales que distinguen a
los injustos penales.
Ésta es la óptica en la que se ubica el presente trabajo.
Si de lo que se trata es de captar en el análisis de estas normas una dirección
de ataque unitaria que exprese la vigencia de los criterios técnicos de los
que hemos venido hablando, deberá volverse la mirada hacia los procedimientos
por los que discurren los asuntos encomendados a la Administración y a los
que incumbe, de forma inmediata, la misión de asegurar que en su
funcionamiento cotidiano aquélla responde a las exigencias y requerimientos
que el Texto Fundamental le dirige (111). En un desarrollo
de los procedimientos de gestión administrativa ajustado a los cánones
constitucionales se cifra, pues, el denominador común de los delitos del
cargo, cuya naturaleza "procedimental" se justifica, además, sobre
el plano de su propia formulación normativa. Y ello, no tanto porque
determinadas figuras pertenecientes al "núcleo duro" del grupo se
sustancien en una manipulación o entorpecimiento de los actos definitivos o
de trámite de un procedimiento administrativo (112), sino,
fundamentalmente, porque con arreglo a la técnica de tipificación adoptada
por el legislador la competencia legalmente atribuida al funcionario delimita,
al propio tiempo, su posición de poder y el ámbito o esfera de la función pública
en que se produce o inserta la conducta delictiva. Ese sector de acción o
actividad administrativa sobre el que la competencia se proyecta nos sitúa,
de esta forma, frente a una realidad institucional muy precisa: frente a
aquellos procesos o sucesiones ordenadas de acciones en que se segmenta la
función pública y que deben proporcionar transparencia, racionalidad y
coordinación a toda la actuación de la Administración. Extraerlo y aislarlo
sobre el plano conceptual nos muestra la matriz
común que hace posible una síntesis de todas estas normas.
El
fundamento de la intervención penal se sigue ya, entonces, de la definición
típica de los delitos del cargo como delitos cometidos en el ejercicio de la
competencia. Las diversas tipologías de conductas descritas en los artículos
404 y siguientes vienen en consideración en tanto en cuanto a través de
ellas se verifican injerencias ilícitas en los esquemas o modelos abstractos
de actuación administrativa a los que se abre la competencia del funcionario.
Cada uno de los perfiles de abuso que dibujan los tipos viene a representar un
vicio o coeficiente de parcialidad, de ilegalidad, de ineficacia, que
justifican las exigencias de tutela jurídico-penal pero a los que, a nuestro
modo de ver, debe otorgárseles relevancia hermenéutica sólo en vía
inductiva y mediata, es decir, tomando como referencia la "perversión"
que son idóneos para producir en el procedimiento en que, caso por caso, se
enmarca la actividad delictiva del funcionario. La prevaricación -que bascula
en torno a decisiones cuyos destinatarios son los administrados pero con las
que no siempre se definen situaciones jurídicas individualizadas- se pone
claramente en línea, en este sentido, con las medidas preordenadas por la
LRJPAC en orden a garantizar el contenido y vigencia del principio de
legalidad en el procedimiento administrativo y a alejar cualquier pretensión
de hacer de él una simple declaración retórica: las previsiones sobre
medios de revisión o impugnación de los actos administrativos, sobre
recursos y sobre revocación por motivos de legalidad. Todas las conductas
delictivas que se concretan en un entorpecimiento u omisión de los actos
administrativos necesarios para garantizar un desarrollo expedito del
procedimiento hacia el cumplimiento de los fines previstos por el ordenamiento
jurídico-estatal, como el abandono de destino o la denegación del auxilio
debido a otro servicio público, hacen relación al reconocimiento a los órganos
administrativos de poderes de autoorganización y de decisión adecuados para
garantizar la puntualidad de la acción administrativa. La infidelidad en la
custodia de documentos y la revelación de secretos pueden introducir
distorsiones de orden técnico-jurídico en la tarea de ponderar los intereses
en juego, impidiendo un ejercicio congruente y razonable de las potestades
administrativas y, con ello, mediatamente, su adecuación al fin para el que
han sido atribuidas. En fin, los abusos que consisten o se orientan a la
emanación de declaraciones con destinatario concreto o individualizado y que
suponen bien una ampliación de su patrimonio jurídico o bien un gravamen
sobre el mismo (los nombramientos ilegales, el cohecho, el tráfico de
influencias, las exacciones ilegales, los abusos contra la libertad sexual)
inciden en el proceso de valoración y ponderación de intereses a través del
que la autoridad administrativa debe determinar el interés público, plasmándose
en una ilegítima incorporación al procedimiento de "ámbitos
intermedios" entre el Estado y la sociedad.
Ahora bien, si el "procedimiento administrativo"
es la categoría institucional a la que le reconocemos sustantividad como bien
jurídico-penal, es justo reconocer que cualquier intento de delimitar
conceptualmente la variada gama de figuras que nos ocupan a partir su concepto
clásico o tradicional -esto es, como procedimiento de producción de actos
jurídicos- está condenado al fracaso. La solicitud de una dádiva como
contrapartida por la financiación de obras de conservación, mantenimiento o
rehabilitación de bienes del patrimonio histórico español da vida, sin ningún
género de dudas, a un delito de cohecho, cuyo objeto es, sin embargo, una
acción económica de fomento. De la misma forma, figuras como la revelación
de secretos, la infidelidad en la custodia de documentos o el abandono de
destino mantienen plenamente su significado cuando se inscriben en ámbitos de
actuación de servicio público, es decir, en el el marco de las actividades
socio-económicas integradas en la órbita del poder público. Mantener la
nomenclatura "técnica" de delitos "procedimentales" para
estos y otros supuestos similares requiere de ulteriores precisiones.
Nuestra construcción reclama, es verdad, una acepción muy amplia del término
procedimiento, que permita abarcar tanto a los procedimientos decisorios -aquéllos
que desembocan en una resolución administrativa-, como a los de producción de
normas con efecto vinculante para terceros -disposiciones administrativas,
directivas o planes preparatorios- y a los de prestación efectiva, que
desembocan en el otorgamiento de prestaciones administrativas y sociales. Cabe
hacer notar, sin embargo, que dicha acepción no es, ni mucho menos, extraña a
la dogmática del Derecho administrativo. Desde hace ya unos años, un sector de
la doctrina alemana justifica en la emergencia de un núcleo de problemas jurídicos
comunes a todas las formas de acción del Estado social y democrático de
Derecho (la protección de la información y de datos informáticos, la abstención
de los funcionarios recusados o la vista y examen del expediente) la necesidad y
oportunidad de una "refundación" de la categoría conceptual que nos
ocupa (113). Ese "conjunto de actuaciones que se
producen en el seno de la Administración, articuladas conforme a un plan, y que
tienen por objeto la obtención y el procesamiento de información" al que
estos autores llamarán ahora procedimiento define también el bien jurídico
menoscabado por los delitos contra la Administración Pública (114).
Lejos de mostrarse como inexacta o equívoca, la
terminología utilizada ("delitos procedimentales") expresa, pues, nítidamente
la idea "ordinamental" que late en estas figuras. Todas ellas
sancionan modelos institucionales de (buen) funcionamiento de la Administración
Pública sobre el plano de los procedimientos técnicos, contractuales, de
producción de actos jurídicos o de producción de normas con arreglo a los que
aquélla desarrolla sus funciones. Con su incriminación el Título XIX pretende
reforzar los mecanismos de acción de las Administraciones Públicas como
instrumentos de protección, efectividad y garantía de los bienes jurídicos
individuales de los administrados.
VI.
Técnica legal a utilizar en la construcción de delitos procedimentales.
La reconstrucción técnica -sobre el plano de la tipicidad penal- de delitos
de naturaleza procedimental no ha sido objeto de debate con relación a la temática
del bien jurídico, ni, por lo tanto, a su función selectiva. Sabemos ya que,
so pena de dar al traste con el principio de ultima ratio, el legislador no
puede dar entrada a técnicas de tipificación meramente sancionatoria de
desviaciones de modelos de comportamiento desarrollados o generados en el seno
de la estructuras de la función pública. La dinámica en la que debe moverse
es, por el contrario, la de individualizar ciertos abusos que se producen
dentro del campo de la acción procedimentalizada de la Administración. Pues
bien, en este orden de cosas, si la interpretación aquí propuesta no puede
aspirar a configurar una estrategia político-criminal "cerrada" de
contención de la intervención penal, sí ofrece pautas de intervención lo
suficientemente precisas como para conjurar -con el auxilio o otro u otros
elementos teóricos- los peligros de excesiva lejanía en la afección de las
conductas al individuo.
Ante todo, y como regla preferente de concreción de los
postulados de la fragmentariedad penal, el ya conocido criterio del daño o
perjuicio individual habrá de venir referido a los derechos o expectativas de
los sujetos -individuales o colectivos- que dilucidan sus relaciones jurídicas
externas con la Administración Pública por medio del procedimiento en el que
se inserta la actuación delictiva (115).
Al margen de ello, sin embargo, operar con la imagen técnico-jurídico
del procedimiento posibilita la introducción de
medidas relativamente coordinadas con vistas a preservar el carácter
preventivo y subsidiariamente represivo del Derecho penal, y, en ese sentido,
a posibilitar su trascendencia hacia una eficacia social real.
La
más importante de ellas podría consistir en poner en sintonía este sector
del ordenamiento jurídico-penal con la sistemática clásica del acto
administrativo. La determinación de los supuestos en que la expulsión de un
acto del ordenamiento debe realizarse mediante el procedimiento de la revisión
de oficio de los actos nulos de pleno derecho (art. 103 LRJPAC) debería jugar
un papel relevante a la hora de valorar la gravedad objetiva de los abusos de
los funcionarios, es decir, de otorgarles carta de naturaleza como actos jurídico-penalmente
prohibidos.
Con la mirada puesta en los supuestos legales sometidos a
enumeración exhaustiva en el artículo 62 LRJPAC, el sentido último de una
disciplina penal de la eficacia procedimental estribará probablemente, por
ello, en la represión de aquellas conductas equiparables, por su gravedad y
trascendencia, a las omisiones globales y flagrantes de trámites esenciales
del procedimiento.
Por su parte, en sede de tutela de la imparcialidad
convendría dispensar la mayor significación a las causas de nulidad de pleno
derecho recogidas en el art. 62. 1 c), que alude tanto a los actos expresos o
presuntos contrarios al ordenamiento jurídico por los que se adquieren
facultades o derechos cuando se carezca de los requisitos esenciales para su
adquisición, como a los de contenido imposible, que incluyen, según la mejor
doctrina, los supuestos en que falta el substrato jurídico o fáctico
-personal o material- que presupone el acto. Asimismo, y pensando sobre todo
en actuaciones procedimentales no referidas a la producción de actos jurídicos,
desbordarán con toda seguridad el ámbito de las infracciones disciplinarias
aquellos abusos que sobrepasen el límite genérico impuesto al legislador
ordinario por el art. 53. 1 CE en relación con todos los derechos reconocidos
en los artículos 14 a 29 y 30. 2 CE y desarrollado en diversas disposiciones
que sancionan la nulidad de pleno derecho de los actos administrativos lesivos
de aquéllos (arts. 41 LOTC y 6 Ley 62 / 78 de 26 de diciembre, de Protección
Jurisdiccional de los derechos fundamentales de la persona).
Todas estas soluciones integran pautas político-legislativas
que favorecen una interpretación restrictiva de los presupuestos básicos de
la reacción penal. Si una de las tareas del jurista es superar los
nominalismos, la utilización de este punto de vista dotaría de significación
práctica a una materia en la que, quizá, se ha acentuado en demasía la
perspectiva teórica o académica.
La determinación de los bienes jurídicos sobre los que puede recaer el
consentimiento justificante no representa una cuestión polémica en la dogmática
española. La tesis comúnmente aceptada es la de si quien consiente debe
tener facultad jurídica de disposición, nunca procederá la aquiescencia
respecto de los delitos que tutelan bienes jurídicos macrosociales o
supraindividuales (116). Aunque este axioma vale sólo para
prefijar principios generales, no parece que pueda ponerse en duda tratándose
del elemento institucional que sirve para aglutinar los delitos del Título
XIX CP.
En
la concepción que aquí se mantiene, el grupo que forman los delitos contra
la Administración Pública queda etiquetado como un mecanismo de refuerzo de
la corrección y legalidad de los procedimientos administrativos. En él toma
cuerpo una selección de comportamientos necesarios para garantizar la
subsistencia de la sociedad y de sus miembros y que se presta a una cierta
estandarización, como infracciones de naturaleza procedimental. Se trata de
un bien jurídico de titularidad "social", en cuya tutela ostenta
interés cualquier ciudadano por el mero hecho de serlo, y, naturalmente,
situado fuera de los márgenes de la disponibilidad privada. Una comunidad que
decide dotarse a sí misma del sistema político propio de un Estado social y
democrático de Derecho no puede prescindir del instrumento a través del que
la Administración hace efectivos los principios sancionados en el artículo
103 CE. Por eso, escribe Marx, el orden estatal, una "determinada esencia
del Estado", se mantiene como bien jurídico-penal "también cuando
un ciudadano aislado deja de considerarlo valioso" (117).
En la teoría de los delitos contra la Administración Pública,
el consentimiento del ofendido únicamente puede jugar, en definitiva, el
papel de causa de exclusión de la tipicidad. Ese es el único plano sobre el
que podrían hallar respuesta los grupos de casos problemáticos con los que
trabaja Amelung: la revelación de secretos privados, las exacciones ilegales
y los abusos contra la libertad sexual; y ello, siempre y cuando los tipos que
los contienen requieran, para su existencia, que el funcionario venza de algún
modo la voluntad contraria del particular que sufre y consiente el
comportamiento delictivo.
Una comprobación sobre este extremo arroja resultados
positivos. Efectivamente, un examen de sus requisitos y naturaleza lleva a
concluir que dichas figuras no pueden conjugarse en el nivel de la tipicidad
mediando consentimiento del particular ofendido.
Así, y excepción hecha de los supuestos en que el carácter
secreto venga legalmente establecido (p. ej. en relación con el llamado
secreto sumarial, arts. 301 y 302 LECrim.), el consentimiento de su titular
determina la atipicidad de la revelación del artículo 417. 2 CP. La razón
para ello es, como explica Orts Berenguer, que la ausencia de la voluntad de
mantener la información oculta y reservada provoca la desaparición del
substrato mismo del delito, el secreto (118).
Los delitos de exacciones ilegales y abusos en el ejercicio
de la función responden, por su parte, a los esquemas de la pluriofensividad
necesaria en sentido técnico, esto es, aquélla que requiere la ofensa
cumulativa de varios bienes jurídicos (119). Un análisis
de la conformación de su injusto demuestra que en ambos el bien jurídico
supraindividual debe interaccionar con un bien individual y disponible,
relativo a la impenetrabilidad de la esfera de libertad de los ciudadanos
frente a las presiones indebidas ejercitadas por los funcionarios. El
menoscabo de esa libertad de
autodeterminación en la esfera sexual -en el caso del art. 443- o en la
disponibilidad de los propios bienes -tratándose del art.437-
está implícito en el significado de las respectivas conductas de solicitar
y exigir,
a través de las cuales -según enseña la doctrina mayoritaria (120)-
el legislador tipifica procesos de forzamiento de la voluntad del particular,
dotados de eficacia persuasiva, sugestiva
y/o defraudatoria. Del ámbito de protección de ambas normas se desprende
claramente, en este sentido, la clase de relación existente entre la conducta
del funcionario, que abusa de la cualidad o de las funciones, y el sujeto
sobre el que se recae. Esa relación no viene valorada desde el punto de vista
de la producción de un resultado de sujeción o engaño. Lo que le importa al
legislador es la tendencia con que cursan la exigencia y la solicitud, no el
impacto final que producen en la esfera de libertad del particular. Por ello,
ninguno de los tipos exigen en orden a su consumación ni una declaración de
voluntad de adhesión, ni un resultado de pago efectivo de las cantidades
reclamadas o de satisfacción de las prestaciones sexuales requeridas (121).
Si el engaño y la intimidación no son modalidades accesorias, heterogéneas, con respecto a las conductas típicas, sino que representan componentes de desvalor prioritariamente atendidos por el legislador sobre el plano de la tipicidad, el consentimiento del particular requerido de pago o solicitado sexualmente no será -obviamente- compatible con la conducta típica. Dejando a salvo sus eventuales responsabilidades a título de cohecho, si el particular se determinase libremente -más allá de cualquier influencia del funcionario público- a la prestación sexual, o a la entrega de los derechos, tarifas por aranceles o minutas faltaría un extremo esencial del tipo: la conducta misma en su aptitud coercitiva, inductiva o defraudatoria.
NOTAS
(1)
Vid. E. García de Enterría / T.-R. Fernández, Curso
de Derecho Administrativo I, 100
ed., Madrid, 2000, pp. 542 y 543.
(2)
En nuestro país sí han sido objeto de análisis las repercusiones del
consentimiento en el ámbito del delito de detenciones ilegales practicadas
por funcionario público, figura incluida en el grupo de los delitos contra
las garantías constitucionales (arts. 530 y 531, Sección 10,
capítulo V, Título XXI CP), optándose unánimemente por la solución de la
ineficacia : vid. J. Bustos Ramírez, "El delito de práctica ilegal de detención por parte
del funcionario público (art. 184 CP)",
CPC, n1 19, 1983, p. 362; G. Portilla Contreras, El
delito de práctica ilegal de detención por funcionario público, Madrid,
1990, p. 384; L. Zúñiga Rodríguez, Libertad
personal y seguridad ciudadana: estudio del tipo de injusto del delito de
detenciones ilegales practicadas por funcionario público, Barcelona,
1993, p. 301; C. Climent Durán, Detenciones
ilegales policiales, Valencia, 1998, p. 480. En la doctrina alemana, además
de las opiniones vertidas en comentarios sistemáticos, tratados y estudios
sobre el bien jurídico de los delitos de los funcionarios, son de obligada
referencia los trabajos de K. Tiedemann, "Die
mutmaßliche Einwilligung, insbesondere bei Unterschlagung amtlicher Gelder",
JuS, 1970, pp. 108 y ss.; H. Wagner,
Amtsverbrechen, Berlín, 1975, pp.
347 y ss.; K. Amelung, "Die Zulässigkeit der Einwilligung bei den
Amtsdelikten. Zum Verhältnis von Staatschutz und Individualschutz im
deutschen Strafrechts",
en E.-W. Hanack / P. Rieß / G. Wendisch (hrsg. von), Festschrift
für Hanns Dünnebier zum 75. Geburtstag, Berlín, New York, 1982, pp. 487
y ss.; C. Roxin, "Über die Einwilligung im Strafrecht",
BFDUC, Número especial, Estudos en
Homenagem ao Prof. Doutor Eduardo Correia, 1984, Tomo III, pp. 420 y ss.
(3)
Vid. Amelung (n. 2), p. 517.
(29)
Cfr. F. Von Liszt, Lehrbuch des
deutschen Strafrechts, 230
Aufl., Besorgt von E. Schimdt, Berlín, Leipzig, 1921, p. 607.
(40)
Cfr.
Loos (n. 34), pp. 889 y ss.
(91)
Vid. Marx (n. 88), pp. 81 y 82.
(113)
Cfr. E. Schmidt-Aßmann, "El procedimiento administrativo, entre el principio
del Estado de Derecho y el principio democrático. Sobre el objeto del
procedimiento administrativo en la dogmática administrativa alemana",
trad. del alemán de J. Barnés, en J. Barnés Vázquez (coord.), El procedimiento administrativo en el Derecho comparado, Madrid,
1993, pp. 321 y ss.
(*) Este artículo fue publicado en papel en los Estudios penales y criminológicos, Tomo XX, 2000, pp. 335 y ss
EL CONSENTIMIENTO DEL OFENDIDO
EN LOS DELITOS CONTRA LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA (SOBRE EL BIEN JURÍDICO
PROTEGIDO EN LOS DELITOS "DEL CARGO")
RESUMEN: En el grupo que forman los delitos de los funcionarios contra la Administración Pública toma cuerpo una selección de comportamientos necesarios para garantizar la subsistencia de la sociedad y de sus miembros y que se presta a una cierta estandarización, como infracciones de naturaleza procedimental. Con ese punto de partida, el presente trabajo estudia la relevancia del consentimiento del ofendido en aquellos delitos tradicionalmente considerados como "pluriofensivos": la revelación de secretos privados, las exacciones ilegales y los abusos contra la libertad sexual. A diferencia de lo sostenido por un sector de la doctrina alemana, se concluye que dicho consentimiento únicamente podría jugar el papel de causa de exclusión de la tipicidad.
PALABRAS CLAVES: delitos contra la Administración Pública, bienes jurídicos colectivos, consentimiento del ofendido.
FECHA DE PUBLICACIÓN EN RECPC:
17 de mayo de 2001
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