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Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología
RECPC 04-c1 (2002)

 

Conversaciones:

Dr. ENRIQUE BACIGALUPO ZAPATER

 

Por Jesús Barquín Sanz 

    

 

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con la voz del Dr. Enrique Bacigalupo

    

  

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El doctor Enrique Bacigalupo nació en Buenos Aires, donde comenzó su trayectoria científica como discípulo del profesor Luis Jiménez de Asúa. Posteriormente, las circunstancias trágicas por las que pasó la Argentina a partir de la década de los setenta determinaron que desarrollara un segundo tramo de su carrera académica en Alemania, fundamentalmente en la Universidad de Bonn, hasta que se incorporó a la Universidad Complutense de Madrid en 1978. Desde 1986 es catedrático de Derecho Penal y desde 1987 de modo ininterrumpido hasta el presente es Magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo (España), alta responsabilidad que ha desempeñado al tiempo que mantenido una incesante actividad investigadora y académica durante todos estos años.

Además de su ingente producción en el Tribunal Supremo, que constituye una referencia insoslayable en la jurisprudencia penal española de, al menos, la última década del siglo XX, el profesor Bacigalupo es autor de una veintena de libros y más de un centenar artículos publicados en España, Alemania, Argentina y otros países. De entre los primeros, cabe destacar su laureada tesis doctoral Delitos impropios de omisión (dos ediciones: 1970 y 1983), Delito y punibilidad (1983 y 1999), o los Principios de Derecho Penal (cinco ediciones desde 1985 hasta 1998).  

Esta conversación se grabó el día 12 de diciembre de 2001 en el despacho que el magistrado Bacigalupo ocupa en la sede del Tribunal Supremo en Madrid, en un encuentro que nos dio nuevamente ocasión de comprobar que la calidad científica y la calidez humana son virtudes que suelen ir de la mano. 

   

JB: Quizás el rasgo más característico de su trayectoria académica sea la circunstancia de haberla desarrollado sucesivamente en tres países diferentes: Argentina, Alemania y España. Y, en cierto sentido, teniendo que recorrer más de una vez el mismo camino.

EB: Es cierto. Comencé mi carrera académica en 1958 en la Universidad de Buenos Aires, como ayudante primero y  asistente después de don Luis Jiménez de Asúa, que era director del Instituto de Derecho Penal y Criminología. Mi relación con él fue muy estrecha y cotidiana y se prolongó hasta su muerte el 26 de noviembre de 1970. Fueron doce años de una relación discipular extraordinariamente intensa.

Luego, mi carrera fue alterada por los sucesos políticos argentinos y las intervenciones de los gobiernos militares en la universidad. En el año 1966, Jiménez de Asúa renunció a su puesto en  la universidad protestando por una salvaje  intervención del gobierno militar y todos sus asistentes renunciamos con él. Posteriormente, en 1971, obtuve una plaza de profesor ordinario, si bien desde 1967 hasta 1971 estuve la mayor parte del tiempo en Bonn. En 1974, se produjo otra situación académica, cuando el gobierno de Isabel Martínez, la mujer de Perón, “depuró”, por utilizar una expresión que es bien conocida en la experiencia histórica española, una lista de profesores de la universidad de Buenos Aires. Entonces volví a Alemania.  En 1984, durante el gobierno presidido por Raúl Alfonsín, se declaró la ilegalidad del cese que me había perjudicado diez años antes.

En esta nueva estancia en Alemania permanecí hasta 1978, en la Universidad de Bonn y, en parte, también en el Instituto Max Planck en Friburgo, dedicado  exclusivamente a tareas académicas. Tenía lo que llaman en Alemania un Lehrauftrag en la Universidad de Bonn, por lo que daba dos clases semanales de Derecho penal sobre temas específicos y el resto del tiempo lo dedicaba a trabajos que publiqué más adelante. Por ejemplo, Delito y punibilidad, que constituyó mi tesis doctoral española.

JB: ¿Por qué se doctoró por segunda vez?

EB: Mis dos doctorados se vieron perturbados por razones burocráticas. Cuando terminé la licenciatura en Buenos Aires, la Universidad había suspendido los estudios de doctorado y tuvieron que pasar ocho años para que los reimplantara. En España, las trabas burocráticas a un doctorado extranjero eran interminables. Teniendo en cuenta las circunstancias, un segundo doctorado era la solución más simple, pues no obstante los tratados internacionales sobre reconocimiento de títulos argentinos, de facto, el Ministerio no me reconocía mi título de doctor de la Universidad de Buenos Aires, que había obtenido con Delitos impropios de omisión. Así que, como le dije, utilicé parte de lo que había trabajado en Alemania e hice un nuevo doctorado en la Universidad Complutense de Madrid.

De esa manera pude concurrir a la oposiciones para profesor titular, todavía con el viejo sistema. Luego el Consejo de Universidades me dispensó de esperar tres años para acceder a una cátedra y oposité a la primera que se convocó, en la Universidad de Barcelona con destino en Lérida, la cual obtuve por unanimidad. Desde 1984 hasta 1987 fui letrado del Tribunal Constitucional y desde el 20 de noviembre de ese mismo año soy magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo.

JB: ¿Hasta qué punto están ligadas su actividad jurisdiccional y su trayectoria científica?

EB: Tienen mucho que ver porque, en primer lugar, soy magistrado por ser catedrático; ingresé por el llamado quinto turno, que muchos creen un invento reciente, pero que siempre existió en el TS y es el procedimiento por el que fueron designados Magistrados de la sala de lo Penal D. José Antón Oneca y D. Antonio Quintano Ripollés, entre otros. Y, en segundo lugar, porque he aprendido muchísimo como letrado del Tribunal Constitucional y en los años que llevo en el Tribunal Supremo. Creo que han sido los años de mayor originalidad en mis trabajos precisamente por la influencia de la experiencia práctica.

JB: Tengo la impresión de que el trabajo cotidiano en el Tribunal Supremo es más cercano al propio del investigador científico en cuanto al planteamiento de los problemas dogmáticos que, por ejemplo, a la tarea más apegada a los hechos de un juez de instrucción.

EB: Seguramente es así, aunque pienso que los jueces de instrucción y los jueces de instancia deben también tener una preocupación dogmática: por ejemplo, admitir a trámite una querella lleva consigo un juicio sobre la tipicidad de los hechos denunciados, que no se puede hacer sin un conocimiento de los tipos penales aplicables al caso.

Precisamente Jakobs me preguntaba un día cómo podía compatibilizar mis obligaciones en la Sala Segunda del Tribunal Supremo con el trabajo sobre cuestiones dogmáticas y le respondí que no son dos cosas distintas. Aquí estamos constantemente preocupados por los conceptos dogmáticos empleados en las resoluciones. Seguramente muchas veces nos equivocaremos y algunas sentencias  puede que no sean acertadas desde el punto de vista dogmático. Otras serán al menos discutibles. Lo mismo ocurre con la producción teórica de las universidades. Pero mi tarea aquí no es distinta de la que tendría que desempeñar si estuviera exclusivamente en la Universidad. En el recurso de casación, numéricamente la tarea más significativa del Tribunal Supremo,  no es posible introducirse en las llamadas cuestiones de hecho, por lo tanto no hay más trabajo que el dogmático y la subsunción. Con una ventaja sobre la universidad: no tenemos la separación absolutamente rígida entre el Derecho Penal y el Derecho Procesal vigente en ésta. Yo he tenido la suerte de poder ocuparme no sólo del Derecho Penal sustantivo sino también del Derecho Procesal Penal, de los aspectos constitucionales del Derecho Penal e incluso, en menor escala, del Derecho Penal de ejecución.

En el fondo, no hago más que poner en práctica una idea fundamental de Jiménez de Asúa con respecto a la formación de sus discípulos: que lo importante no es sólo la teoría del delito (aunque así pueda parecer al examinar su obra), sino el sistema penal en general. Jiménez de Asúa tenía una gran preocupación por la utilización procesal de los conceptos de la teoría del delito. A él debo agradecerle que nos obligara a estudiar temas como el del Derecho Penal Internacional, por ejemplo, que a mí en particular me parecían entonces menos interesantes, hasta que escuché cuatro conferencias que dio en el Instituto de Extensión Universitaria de la Universidad de Buenos Aires. Todas las cuestiones de competencia que se resuelven en el Tribunal Supremo se basan en idénticos fundamentos que los que informan el Derecho Penal Internacional que, en definitiva, se ocupa de los conflictos de leyes por el lugar de comisión del delito o por la nacionalidad del autor. Para él lo importante era abarcar un espectro muy amplio y debo decir que mi experiencia aquí me ha permitido o, mejor dicho, me ha exigido no apartarme de ese ideal de formación.

JB: ¿Cómo era Jiménez de Asúa personalmente? Ya debía de ser mayor cuando usted lo conoció.

EB:. Yo lo conocí con 66 o 67 años y su fuerza vital y su capacidad de trabajo eran abrumadoras. Murió con casi 82 años, pero hasta una semana antes de morir mantuvo unas energías envidiables. Él siempre trabajaba y escribía mucho más que todos nosotros. La transmisión oral de su magisterio era más importante que todo el Tratado en su conjunto. Hay que decir que como maestro era muy exigente, sobre todo con la prosa jurídica, que tenía un valor muy importante para él. A menudo contaba que los primeros intentos de Rodríguez Muñoz, tanto desde el punto de vista oral como escrito, eran muy malos y cómo Rodríguez Muñoz, impelido por la estricta importancia que a estas cosas le daba Jiménez de Asúa, llegó a ser el muy buen escritor de Derecho Penal que evidentemente fue. También creo que fue un brillante orador, pero nunca tuve ocasión de escucharlo hablar, porque había fallecido nueve años antes de mi primera visita a España en 1963.

JB: ¿Percibió durante aquellos años en que compartió el día a día con Jiménez de Asúa una relación fluida con España?

EB: Tremendamente fluida. Él mantenía una relación muy estrecha y afectuosa con Quintano, y muchos contactos con Juan del Rosal, que era su abogado y apoderado para los problemas derivados de las confiscaciones y la persecución a que se le sometió tras la caída de la República. Tenía también mucha relación con la gente joven, inclusive en épocas duras aquí. En su biblioteca, que está en el Instituto de Criminología de la Universidad Complutense, se pueden encontrar volúmenes enviados por profesores entonces jóvenes, lógicamente con dedicatorias que no pudieran comprometerlos. Vale la pena ver esos libros, hoy afortunadamente al alcance de todos.

JB: También trabajó en Bonn directamente con Welzel en una época de cierta disgregación del finalismo.

EB: Welzel es mi otro maestro. Fue una influencia muy importante. Cuando yo llegué a Bonn, la escuela del finalismo estaba en una etapa que llamaría más bien de desarrollo y transformación. Stratenwerth ya había dado pasos importantes y se veía que Jakobs, todavía asistente, no era exactamente un continuador repetitivo de Welzel, sino un continuador en una línea muy innovadora. Por otra parte, en aquella época,  lo que se podía llamar ontologismo, en el sentido en que lo había concebido Welzel en la década de los treinta y desarrollado entre el cuarenta y el cincuenta, ya era algo en cierto sentido superado internamente. En este sentido, es importante un libro que no ha sido tomado suficientemente en cuenta: el de Zielinski, que es la versión más extrema de una concepción subjetiva del injusto, pero que, al explicar el fundamento de la distinción entre la acción y los elementos relevantes para la conciencia de la antijuridicidad en el ámbito de la culpabilidad, deja ver con claridad que la separación no tiene un fundamento ontológico.

Armin Kaufmann postulaba, sobre todo en el artículo del homenaje a Welzel, una posición de subjetivismo probablemente menos extremo que el de Zielinski, pero de todos modos llevado hasta sus últimas consecuencias (probablemente ésta era la característica principal de su pensamiento: llevar las ideas a sus últimas consecuencias con un rigor lógico notable) y, cuando hace este desarrollo, pone en tela de juicio lo que  Zielinski dice al respecto. Por supuesto, en este sentido la de Stratenwerth era una línea que a cualquiera le obligaba a plantearse qué era lo que quedaba a principios y mediados de los años sesenta del ontologicismo inicial dentro de la propia escuela de Welzel.

También habían aparecido algunos elementos que el propio Welzel habría querido repensar. Recuerdo que Welzel lo primero que me dijo al comenzar mi trabajo en su seminario fue que leyera un artículo sobre el problema de los automatismos en la acción. Luego apareció el libro de Schewe, al que Stratenwerth se refiere especialmente en el homenaje a Welzel. Es un tema que para la teoría finalista constituía una verdadera complicación que, en el fondo, me parece que ha llevado lentamente a revisiones de la teoría de la acción que de una u otra manera desembocan en la teoría negativa de la acción. Esto es, que en el fondo lo que hay son omisiones en posición de garante. Herzberg comienza con esa línea, que sigue algún discípulo de Jescheck.  Stratenwerth, Jakobs y los demás se oponen básicamente a una teoría negativa de la acción, pero cuando uno va a los resultados, es preciso reconocer que la idea de evitabilidad, en el fondo, conduce a gran parte de las consecuencias de la teoría negativa de la acción: el sujeto no evitó lo que debía evitar en posición de garante.

Estos aspectos me parece que deberían servir, primero, para comprender que, por lo menos en la conversación personal y en algunos seminarios de Welzel, él estaba preocupado por el tema. En segundo lugar, dentro de la escuela de Welzel, empezando por el propio Stratenwerth, al tratar las cuestiones de los automatismos (tanto en su artículo para el homenaje a Welzel como en las cuatro ediciones de su Lehrbuch), éste era un tema importante que debería todavía ser profundizado para comprender los últimos desarrollos de la teoría de la acción. El tema, sin embargo, no ha sido motivo de grandes investigaciones entre nosotros. 

JB: ¿Cómo cabe situar a Jakobs con respecto a Welzel?

EB: Cuando yo llegué a Bonn, Jakobs era asistente, como también lo eran entonces Schreiber, Loos, Zielinski, que era asistente de Kaufmann. Jakobs devino un discípulo heterodoxo que, de todas formas, no puede explicarse sin el presupuesto de Welzel. Algunos puntos fundamentales del pensamiento de Welzel, como la adecuación social, son de gran trascendencia en el pensamiento de Jakobs. Y sin eso, sin la idea de estudiar y desarrollar la adecuación social desde puntos de vista novedosos, me parece que Jakobs no sería comprensible. Hay, de todos modos, una diferencia en la teoría de la pena: Welzel no postulaba una teoría preventivo general (positiva). Pero ¿ hasta qué punto esta diferencia es esencial en el pensamiento de ambos?

JB: ¿A qué atribuye que la construcción teórica de Jakobs no encuentre tanto eco en Alemania, a diferencia de lo que ocurre en otros países?

EB: No pienso que sea exacto que hoy en día el pensamiento de Jakobs esté aislado en Alemania, pues ¿quién hay que no siga, dentro del pensamiento alemán, la teoría de la prevención general positiva en versión Hassemer, en versión Jakobs, en versión Kindhäuser? Todos estos casos son esfuerzos de realización de una dogmática basada en esa teoría de la pena. El propio Roxin no ha presentado gran resistencia, a pesar de ser quien encarnó la transformación de la dogmática de Welzel en otra más orientada a la finalidad instrumental de la pena. Me parece que éste ha sido un gesto de gran madurez en su pensamiento.

JB: ¿Ya entonces había una cercanía entre las posiciones de Jakobs y las suyas o, hasta llegar al punto actual en el que se aprecia un paralelismo notorio entre sus posiciones y el funcionalismo sistémico tal como Jakobs lo aplica a la dogmática, el proceso de identificación se ha producido de forma gradual?

EB: Gran parte de los seminarios que hizo Welzel en su última etapa eran sobre filosofía del derecho, con lo que se trataban los temas nucleares, metodológicos: la libertad de voluntad, el problema de la posibilidad de un conocimiento libre de valoraciones, a través de reflexiones de Loos, de Schreiber y del propio Jakobs. En esos seminarios aprendí o por lo menos vislumbré que había una problemática detrás del Derecho Penal que iba a conducir a reformas importantes del pensamiento. ¿Cuándo se produce en mí la convergencia? Tengo que pensarlo. También estuve en muchísimos seminarios de Armin Kaufmann, pero su línea de trabajo nunca me resultó convincente. Si se considera mi crítica a la tesis de Kaufmann en la teoría de las normas, que está expuesta en Delito y punibilidad, creo que se verá que nunca me convenció esa línea. Por supuesto, tampoco la de Hirsch, que no es una línea diferente de la de Kaufmann, sino, más bien, una custodia ortodoxa, un esfuerzo de gran valor por demostrar que es innecesario cambiar. Debo reconocer que he aprendido mucho de Kaufmann, que era un dogmático excepcional, con una inteligencia poderosísima. Pero siempre tuve inclinación a las renovaciones que me parecían imprescindibles dentro del finalismo. Yo ya pertenecía a otra generación. Uno de los temas básicos de mi preocupación era precisamente la estructura del sistema y, en este sentido, la distinción entre lo que corresponde a lo ilícito como elemento de la acción y lo que corresponde a la culpabilidad. Eso, que es uno de los puntos nucleares de la concepción ontologicista de Welzel, siempre tenía respuestas que no eran ontológicas, al menos en un sentido primario de la palabra. Kaufmann me sugirió como tema de investigación la cuestión de la punibilidad, que él había vislumbrado en su teoría de las normas. Mis conclusiones fueron completamente diversas de lo que Kaufmann esperaba y ponían en duda sus propias concepciones sobre la estructura de la teoría del delito. Siempre me pareció que, en realidad, sus explicaciones deberían haberlo conducido a la teoría limitada de la culpabilidad en materia de error de prohibición, una teoría que yo, como él y como Welzel, en verdad no compartía. Mi tesis sobre el error de punibilidad no podía ser compartida por Kaufmann, pero tenían un germen que permitía acercarse a Jakobs, aunque quizás sin saberlo.

JB: También cabe plantearse: ¿a qué nos referimos cuando decimos ‘ontología’?

EB: En una primera aproximación hablamos de ontología para referirnos a las cosas tal como son. En el contexto de la teoría finalista, entiendo que ontología significaba considerar que el ser de la acción humana era el definido por las ciencias de la acción humana en una época del pensamiento en la que lo humano se caracterizaba por su diferencia específica respecto de lo natural, y por lo tanto de la mera causalidad. No hay que olvidar que antes de 1920 ya Max Weber definía la acción humana en términos perfectamente compatibles con el finalismo. En aquellos tiempos, el contacto con la filosofía de Nicolai Hartmann constituía un buen referente para estos temas, sobre todo su Ética y su ontología. El ontologismo de Welzel, por otra parte, se debe completar con una premisa metodológica básica: las normas, con su valoración de la acción,  no transforman el ser de ésta, por lo que no puede haber un concepto “jurídico” de acción distinto del concepto de la acción de las ciencias específicas. Este punto central en el pensamiento de Welzel desde el principio, fue desarrollado especialmente en la polémica con Mezger. Si uno admite que la ciencia no tiene puntos de partida demostrables y excluyentes, como lo sostiene Popper y gran parte de la filosofía actual, creo que no hay que escandalizarse por el paso del ontologismo al normativismo. Ambos son puntos de partida legítimos: nadie puede asegurar que partir de la estructura de la forma del comportamiento (acción y omisión) sea más legítimo que partir de las estructuras normativas (responsabilidad por la propia organización y responsabilidad institucional).    

JB: En sus Principios, al argumentar a favor de la prevención general positiva en la versión cercana a Jakobs que usted defiende, subraya como una de sus principales ventajas la de que esta teoría permite superar cualquier crítica relativa a la falta de verificación empírica. Esto se debe lógicamente a que en un discurso puramente normativo la verificación empírica no tiene nada que decir. ¿No es ésta una forma de rehuir el problema de para qué sirven y para qué se emplean de hecho las penas encapsulándolo, aislándolo de la realidad social y resolviéndolo en un ámbito cerrado que no rinde cuentas a nada ni a nadie?

EB: Cada vez me parece más difícil saber qué es la realidad, porque cada vez es más difícil separar el sujeto del objeto. No obstante creo que la teoría de la prevención general positiva no se aísla de la “realidad” social. Tal vez todo lo contrario: si las teorías de la prevención especial no han logrado ninguna comprobación empírica razonable que las legitime, cabe preguntarse ¿cuál es la realidad a la que nos acercan? ¿En qué se diferencian  de las teorías que renuncian a la comprobación empírica? Probablemente sólo en la intensidad con la que permiten sostener la esperanza de abolición del derecho penal. Probablemente ni siquiera en ello, pues me parece que sería erróneo creer que la teoría de la prevención general positiva no deja espacio para tales esperanzas. Aunque pueda parecer que la cuestión va más allá del objeto de la pregunta, no hay que olvidar que la prevención especial sirvió para extender el ámbito del Derecho Penal, limitando correlativamente la libertad, aunque sea de manera plausible. No creo que en estos momentos se pudiera pensar en una política criminal sin medidas de seguridad. Pero deberíamos reiniciar a la luz de la nueva situación científica una discusión que en Alemania Köhler, entre otros, ha puesto nuevamente sobre el tapete y que, entre nosotros, ha contado con valiosos antecedentes. Más aun si tenemos en cuenta que ya se está hablando de sistemas de triple o de cuádruple vía. Son temas básicos, en el sentido de que a partir de ellos se construye un sistema. Quien hoy en día esté dispuesto a cuestionar el desarrollo del Derecho Penal bajo la influencia -larguísima en el tiempo, más de cincuenta años- de las teorías de la prevención especial (creo que Jiménez de Asúa lo comprendió en su última época, cuando reelaboró el concepto de culpabilidad) debe plantearse estas cuestiones, que están pendientes de una reflexión profunda. La regulación en el CP 1995 de las medidas de seguridad así lo demuestra, pues las decisiones político criminales que las sostienen no son totalmente convincentes.

JB: Por otra parte, apenas si se están aplicando.

EB: Desde la Sala, en las segundas sentencias, cuando casamos una sentencia en cuestiones que tienen que ver con semi-imputabilidad, solemos indicar al tribunal de instancia que por lo menos estudie si es necesario imponer, además, una medida de seguridad. Hemos hablado informalmente con la Secretaría General Técnica de la Fiscalía General del Estado para ver si es posible que el Ministerio Fiscal las contemple en sus conclusiones, cuando sea el caso, para resolver los problemas que el principio acusatorio podría generar en esta materia.

JB: Seguramente pasa en todos lo órdenes sociales, pero en la Justicia Criminal el peso de la inercia es probablemente desmesurado.

EB: En un código como el anterior, que carecía de un verdadero sistema de medidas de seguridad, en la práctica el problema de la peligrosidad, que, como tal, existe, tenía difícil solución. Cuando era necesario absolver a un esquizofrénico muy violento, que cada vez que ve a una persona se le echa al cuello para matarla, era patente que se debía contar con una medida de reemplazo de la pena. El problema de la tendencia al delito (la habitualidad y la reincidencia) se resolvía por medio de una discutible circunstancia agravante. Esto explica que la falta de un sistema de medidas de seguridad en el Código de 1973 haya condicionado la concepción extremadamente restrictiva de la jurisprudencia respecto de la inimputabilidad y que sólo muy lentamente se haya reducido el alcance de la agravante de reincidencia. Por tal motivo eran pocas las sentencias que declaraban a una persona incapaz de culpabilidad. Al menos terminológicamente, se llegó a confundir las causas que excluyen la imputabilidad con las que excluyen la acción.

Ahora, con un sistema de medidas de seguridad, aunque esté apoyado en bases teóricas probablemente discutibles, ya no es necesario mantener criterios tan restrictivos en materia de inimputabilidad. Es de esperar, por lo tanto, un desarrollo, quizás lento, pero seguro, de  una nueva concepción de la capacidad de culpabilidad, mucho más amplia que la aceptada en la práctica del Código anterior.

JB: También en el Derecho muchas veces las circunstancias de la práctica condicionan el análisis teórico.

EB: Pienso que sí. Muchísimo. Teóricamente es lo que quieren expresar los sistemas que niegan una separación absoluta entre dogmática y política criminal, que, en realidad, lo que verdaderamente quieren decir es que es preciso conectar los conceptos dogmáticos con la teoría de los fines de la pena. 

JB: En la dogmática funcionalista sistémica, que desvincula la validez jurídica de consideraciones ajenas a las referencias propiamente normativas, ¿cómo se integran los principios fundamentales y los derechos humanos? ¿Hay algún criterio metodológico que permita negar la consideración de Derecho para identificar como meros ejercicios del poder un sistema que impone la lapidación de las adúlteras u otro que somete a juicios secretos y sin garantía alguna a los supuestos enemigos militares?

EB: Ésta es una cuestión crucial. Yo diría que en estos momentos la discusión fundamental en torno a estos temas tiene que plantearse en torno a los problemas de legitimidad del ordenamiento jurídico, por un lado, y de legitimidad del pensamiento sobre el ordenamiento jurídico. Es decir, que hay dos niveles distintos.

El orden jurídico talibán, por ejemplo, me parece absolutamente injusto y, además, no legítimo, puesto que no tiene los criterios de legitimación democrática que justifican, a mi juicio, la vigencia de una norma. Ésta es una cuestión. La otra es: los jueces que tienen que aplicar un ordenamiento jurídico ilegítimo, ¿con qué criterios lo hacen? Probablemente con los mismos criterios con que se aplica un ordenamiento jurídico legítimo. Se trata de un problema que ha sido objeto de un amplio debate en Alemania después del nazismo y después de la unificación de la República Federal y la Democrática en 1989. Algo similar podríamos preguntarnos respecto de nuestra historia jurídica posterior a la IIª República: ¿en qué cambió técnicamente la orientación de la dogmática penal que propuso Jiménez de Asúa en 1930 cuando cayó la República? ¿Qué dogmática se hacía para el código de 1973, que no era el código penal de la República? ¿Sirvió o no la dogmática que von Liszt, Beling, Max Ernst Mayer, Radbruch o Jiménez de Asúa postularon para interpretar y aplicar un código sin legitimación democrática? Está clara la distinción entre la legitimidad del orden posterior a la república, que era un orden sin legitimación, y la validez de los conceptos para aplicar ese orden jurídico. En muchos casos, precisamente gracias a la validez de los conceptos dogmáticos se pudieron limar las peores atrocidades de ese orden jurídico ilegítimo. Hasta cierto punto, naturalmente. Esta tarea la cumplieron notablemente muchos penalistas españoles que se esforzaron en elaborar una dogmática seria que limitara los efectos ilegítimos del orden jurídico dictatorial.

Pienso que la cuestión de la legitimidad del orden jurídico no se debería mezclar con la cuestión de la idoneidad de los conceptos para la aplicación del Derecho. Esto ha sido ya planteado hace mucho tiempo; es uno de los grandes problemas de las ciencias jurídicas. Por ejemplo, Kelsen comienza su Teoría pura del Derecho afirmando que la legitimidad del Derecho es una cosa y su análisis normativo es otra. Radbruch no pensaba de manera distinta, aunque no seguía una teoría pura del derecho en el sentido de Kelsen. Si busco los ejemplos de Radbruch y de Kelsen es porque son dos personas de indiscutibles convicciones democráticas, ambos perseguidos por el nazismo, ambos expulsados de sus cátedras y de Alemania por los nazis. Esto deberíamos tenerlo en cuenta ahora, cuando la separación entre la legitimidad del orden jurídico y la idoneidad de los conceptos teóricos para entender el orden jurídico son otra vez subrayados por un autor como Jakobs. Yo creo que, por lo menos en la historia del pensamiento jurídico moderno, esta cuestión no se puede resolver ligeramente. No se puede decir que Kelsen no era un demócrata ni que Radbruch, al darle prioridad a la seguridad sobre la justicia, no era un demócrata. Yo, al menos, no lo diría; en todo caso, si se discrepara de ellos en ese aspecto, sólo se podría decir que eran demócratas equivocados. Es decir, la vinculación constante de los conceptos de la dogmática con supuestas fidelidades ideológicas es una cuestión que habría que discutir más de lo que se discute. Esto no debe justificar, sin embargo, ciertas actitudes morales aberrantes, como las que últimamente se han denunciado de algún dogmático, cuya influencia en España no ha sido pequeña. 

JB: Pero, ¿no parece demasiado extremo expulsar por completo de la discusión jurídica tanto la fundamentación política como las referencias a los valores?

EB: Probablemente sí. Pero yo, por ejemplo, no defiendo la teoría de los bienes jurídicos como un criterio absoluto de legitimación del Derecho Penal. Se dice que no puede haber ningún derecho penal legítimo que no proteja bienes jurídicos. Sin embargo, por qué razón la concepción del delito como lesión de bienes jurídicos, sería más legítima que la que piensa que el delito es la lesión de derechos ajenos, como creía Feuerbach. Y además: ¿cuáles son los tipos penales que no protegen bienes jurídicos? En la práctica se ha aceptado que todos los delitos protegen algún bien jurídico, porque tengo la impresión de que, de hecho, la teoría del bien jurídico en la formulación de von Liszt, entre nosotros, se ha ido transformando en una teoría de la finalidad de protección de la ley. Una cosa es el bien jurídico concebido por von Liszt, que se encontraba en la sociedad y otra cosa completamente distinta es la idea de que toda ley tiene una finalidad de protección y que esa finalidad de protección tiene que ser, entonces, el bien jurídico. El problema es complejo y probablemente todos los intentos de limitar el Derecho Penal, que yo comparto íntegramente, tienen que ver con la necesidad de revisar los criterios con los cuales se limitó el Derecho Penal desde la Ilustración hasta hoy. Por lo pronto creo que el criterio sociológico de von Liszt ya no tiene vigencia.

Bien es verdad que la teoría de los bienes jurídicos impide que alguien pueda ser condenado por decir que no es católico o que no es judío, pero para eso no hace falta ninguna teoría del bien jurídico.

JB: ¿Qué criterios propone entonces para limitar la intervención del Derecho Penal?

EB: Mi idea es que en esa materia de los límites admisibles del Derecho Penal en un Estado de Derecho, que es algo verdaderamente preocupante sobre todo teniendo en cuenta la fuerza expansiva que hoy tiene el Derecho Penal, la dogmática penal debería adoptar un aspecto de la dogmática de los derechos fundamentales. Es decir, todo Derecho penal es una limitación de la libertad. ¿Hasta dónde tolera la Constitución la limitación de la libertad?  Un buen punto de partida puede ser la idea de que todo aquello que no perjudique a otro debe estar permitido en un Estado de Derecho. Este es el punto de partida de la filosofía penal de la Ilustración y de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Así se lograría un criterio mucho más eficaz que la teoría de los bienes jurídicos. No cualquier protección de un bien jurídico mediante el derecho penal es legítima. Creo que esta es una dirección cercana a la línea de los trabajos de Amelung y Rudolphi, que, lamentablemente, han tenido poca influencia en nuestra dogmática.

JB: ¿Cómo puede integrarse en un enfoque normativista de la dogmática la perspectiva científica? Me refiero a los descubrimientos que hacen cambiar la realidad, o más bien la percepción o el conocimiento que se tiene de la realidad, que pueden influir en la previsibilidad y la evitabilidad de hechos. Un ejemplo reciente es el del SIDA, en relación con el cual fueron los avances en la investigación los que determinaron la fecha a partir de la cual se podía imputar a alguien la transmisión a otra persona del VIH. Una aproximación normativa, que quiere desvincularse de premisas ónticas, ¿no le parece que corre el riesgo de caer en un relativismo epistemológico similar al que ha querido impulsarse desde el llamado posmodernismo?, ¿de querer superar la ciencia y defender que cualquier método de conocimiento es legítimo por el mero hecho de ser coherente con sus propias referencias internas o culturales? Sin duda, no se trata de la misma cosa, pero quizá se atisbe cierto paralelismo entre ambos procesos intelectuales.

EB: Ningún normativismo está obligado a desvincularse de nada, de modo que no tiene por qué haber tampoco una desvinculación de la “realidad”. Una cosa es determinar el contenido de la norma y otra cosa es criticar la norma para impedir su incorporación a un sistema de valores o para provocar su expulsión del mismo. Precisamente la legitimidad depende de la coincidencia con un sistema de valores aprobado y se plantea cuando es necesario adaptar la norma a nuevas situaciones. Son cuestiones que pueden ser en cierto sentido externas al planteamiento dogmático normativista. Cuando en el Código Penal español existía, por ejemplo, el delito de adulterio, los jueces que lo aplicaban no tenían más remedio que admitir que el adulterio estaba en el Código Penal. Me parece que era una obligación del científico del Derecho Penal establecer limitaciones a esa norma a través de los métodos interpretativos de que disponemos. Pero la norma existía y no había más remedio que aplicarla de alguna manera. Ningún normativismo impediría esta interpretación restrictiva. No es una cuestión del sistema, sino de la interpretación de las normas. Inclusive para quienes estaban en contra de esa u otras normas insoportables, como podían ser también las relativas a las asociaciones políticas prohibidas, eso justificaba una crítica, cuya expresión dogmática era la limitación máxima de esas normas, cuya existencia en el ordenamiento no se podía negar.

JB: Yo apuntaba el tema también a propósito de la imputación objetiva y del querer resolver el problema de la conexión entre un acto y un efecto que se haya podido producir a través de criterios puramente normativos y con independencia del avance científico en cuanto a la determinación de las leyes causales.

EB: Esos criterios puramente normativos hay que matizarlos. Por lo menos en una nota, Jakobs hace referencia a la importancia de los conocimientos científicos de la causalidad en el sistema de imputación. Y Jakobs, que no tuvo que resolver los problemas que planteó en España el caso de la colza, lo expresa en un sentido muy tradicional y además asumiendo allí todos los elementos propios de la evolución científica. El segundo problema, el de la imputación objetiva, está en otro nivel de análisis. Se plantea en la selección de la causalidad imputable al sujeto. Pero no afecta a la causalidad como tal; la determinación de la causalidad sigue siendo un problema extrapenal condicionado por conocimientos científicos y que no admitiría en ese sentido limitaciones. Las limitaciones normativas vienen después de la causalidad; no modifican la causalidad sino que determinan, en todo caso, la atribución de ciertas consecuencias, causalmente perceptibles, a un sujeto determinado.

A propósito: creo que, en efecto, el de la causalidad es otro de los temas acuciantes en la práctica, porque todas las teorías de la causalidad están elaboradas sobre problemas muy simples de causalidad. Cuando la causalidad es (científicamente) problemática es precisamente cuando la cuestión deviene muy compleja. Y las formas modernas del Derecho Penal, sobre todo las que tienen que ver con la protección del medio ambiente, por ejemplo, plantean unas cuestiones de causalidad de muy difícil solución para la teoría y por lo tanto también para los tribunales. Federico Stella acaba de publicar un libro en Italia donde se ocupa en gran parte de estos problemas e insiste en la necesidad de mantener los conceptos más clásicos de causalidad, como la teoría de la condicio sine qua non. Sí, yo coincido totalmente con la teoría de la condicio sine qua non, pero el problema es que, para poder aplicarla, se necesita saber cuál es la ley causal, lo que en determinados delitos, como los delitos contra el medio ambiente, es un problema de una complejidad extrema. Y, en cuanto me encuentro con formas de producir resultados que no son el disparo que le da en una zona vital a la víctima o el golpe que le produce la herida, la solución del caso se complica, hasta el punto de que no se sabe muy bien si lo que se está utilizando es un criterio encubierto de peligro más o menos concreto. Y un peligro concreto en cierto modo simbólico, porque tampoco tiene una fundamentación del todo clara.

JB: ¿Cómo ve la situación académica del Derecho Penal en España?

EB: Pienso que asistimos a una cierta transformación, pues parece que comienza a ser descubierta la existencia de nuestros problemas, los propios de nuestro ámbito cultural. Esta situación es nueva y es consecuencia de casi un siglo de trabajo científico que ha ido centrando la discusión en nuestras ideas, sin negar naturalmente las de otras dogmáticas nacionales. Es claro que yo no creo en la “nacionalidad” de las dogmáticas, porque los problemas que presenta la aplicación de la norma que prohíbe matar a otro o sustraer cosas ajenas es en cualquier parte el mismo. Creo que los conceptos de la dogmática tienen valor supranacional, como traté de demostrar en mi contribución del Homenaje a Roxin. Pero me interesa resaltar que nuestra situación es distinta de la de nuestros maestros.

En general, la actitud espiritual que acompañó la gran revolución científica que produjo Jiménez de Asúa en el Derecho Penal, no es un episodio aislado de la cultura española, sino que está vinculado también a lo que significaron Ortega y Gasset o Gaos, por ejemplo, en la Filosofía, o a las concepciones del regeneracionismo en su época. En 1916, cuando Jiménez de Asúa tenía 27 años y escribió La unificación del derecho penal en Suiza, ya en el prólogo de la obra es fácil percibir que él, en el fondo, consideraba que en España no existía en ese tiempo una teoría jurídica susceptible de ser objeto de discusión. Su propósito era trasladar aquí el pensamiento proveniente de Alemania, porque todo debía comenzar desde cero. En este sentido, Jiménez de Asúa establecía su diálogo con los puntos de vista de Binding, de von Listz, de Beling, de Max Ernst Mayer, de Radbruch, de los juristas italianos, pero no con españoles. ¿Cómo se le iba a ocurrir rebatir las teorías de su antecesor en la cátedra de Madrid? Nunca Jiménez de Asúa llegó a decir que lo hecho antes estaba mal y que a partir de entonces había que hacer las cosas de otra manera. No; se limitó a decir qué había que hacer, considerando inexistente o insignificante lo demás.

Era el espíritu de los intelectuales de su tiempo a los que él se sentía ligado. Probablemente no le faltara razón, pues no había un pensamiento con consistencia teórica suficiente como para una discusión metodológica, porque el método no había sido un problema de los juristas del Derecho Penal hasta entonces. Esa actitud no se puede tener ahora, aunque creo que todos, de una u otra forma, hemos caído en la tentación de establecer el diálogo sólo o muy preponderantemente con los grandes referentes alemanes de cada momento. Creo que actualmente estamos obligados, sobre todo las generaciones más jóvenes, a rectificar, puesto que ya existe una discusión entre nosotros que tenemos que desarrollar con los mejores métodos posibles. Eso no quiere decir que se deba negar ahora nuestra vinculación con el estilo de trabajo de la dogmática alemana. Al contrario, el ejemplo a tomar es que allí nadie publica nada sin agotar la información sobre el tema y conectándose con los problemas reales. Creo que convendría insertar nuestras investigaciones en la discusión de nuestros problemas, aunque luego utilicemos un aparato conceptual alemán o italiano. Es conveniente en este sentido que la información sobre nuestros problemas no sea reducida arbitrariamente y todas las opiniones sean tratadas, por supuesto críticamente, es decir, con criterios.

Alguna experiencia reciente he tenido a propósito de ciertos comentarios a una sentencia sobre imputación objetiva de la que yo había sido ponente. En el fondo, para resolver los problemas de la imputación objetiva, los que comentaban la sentencia recurrían a criterios que implícitamente eran criterios de la teoría del estado de necesidad. La cuestión central, por lo tanto, era aclarar las relaciones entre el peligro permitido y la justificación. En realidad, estos problemas tendríamos que haberlos abordado hace mucho tiempo, porque ya Juan Bustos decía que los problemas de la imputación objetiva son  problemas de antijuridicidad. De esa manera quedaba planteada una cuestión a la que nadie había prestado atención. Yo no compartía el punto de vista de Bustos, pero era necesario no eliminarlo de la discusión. En Alemania este problema no está bien resuelto todavía. Si la teoría de la imputación objetiva se resuelve en criterios que reproducen las categorías del estado de necesidad o de alguna causa de justificación, habría que aclarar qué relación hay entre las causas de justificación y la imputación objetiva.

La actitud de intelectuales como Ortega o Jiménez de Asúa a principios del siglo XX  no es necesario que sea  mantenida hoy. Puedo suponer que ellos mismos no la mantendrían. Hay un desarrollo propio de la doctrina española como para comenzar una discusión entre nosotros, aunque sin necesidad de encerrarnos en nosotros.

JB: Entonces, cree que debe darse preferencia a la literatura española, antes de confrontarse, por ejemplo, con la alemana.

EB: En primer lugar, hoy en día es posible hacer una tesis doctoral sin leer alemán, siempre que trate sobre alguno de los muchos temas sobre los que existe abundante información. Pero no es serio publicar algo sin considerar antes, y a fondo, todo lo escrito en España sobre la materia. En este punto yo noto con frecuencia que en las publicaciones hay lagunas de información bibliográfica nacional que demuestran, lamentablemente, poca seriedad del autor. Por ejemplo, se han escrito libros sobre condiciones objetivas de punibilidad que no han citado, ni para descalificarlo, ni tan siquiera en la bibliografía, mi libro sobre Delito y punibilidad.

JB: En realidad, no debería ser necesario insistir en estos presupuestos de la investigación científica, de puro elementales.

EB: Sin duda, porque en muchos casos parece que se trata de manifestaciones de un cierto sectarismo teórico que cumple el papel de las anteojeras.  Todo lo que se ha publicado ha de ser considerado críticamente, porque de esa consideración crítica se extrae el verdadero problema. La evolución científica se impulsa por la actitud de insatisfacción con una determinada situación; por ello, si no se identifica aquello de lo que se discrepa, es inútil continuar. Silenciar no es serio. Uno debe agotar el análisis de lo que hay sin limitaciones ajenas al objeto mismo de la investigación.

JB: Antes aludió a que su experiencia en el Tribunal Constitucional y, por el número de años, sobre todo en el Tribunal Supremo, le ha servido para aprender mucho y para profundizar en el Derecho. Quizás este paso por las altas magistraturas judiciales es un factor decisivo en su concepción del sistema penal y de cómo debe acercarse uno metodológicamente a él, ¿o considera que más bien son las estructuras teóricas las predominantes en su producción científica?

EB: Pienso que  existe una relación recíproca entre lo teórico y lo práctico, Las teorías (inclusive las extranjeras) ayudan a ver los problemas de la práctica y las necesidades de la práctica a comprobar los límites de las teorías. Este círculo se rompe, muchas veces, con una transformación de la práctica y otras con una renovación de la teoría. Las cuestiones de método siempre me han preocupado especialmente, quizás porque mi vida como penalista comenzó en medio de la gran discusión metodológica sobre la elaboración del concepto de acción y la renovación de la teoría del delito. Mis primeras impresiones sobre la ciencia del derecho penal se refieren a su “movilidad” conceptual. Por otra parte, en los primeros años de actividad académica fui asistente, al mismo tiempo que lo era de Jiménez de Asúa, de la Cátedra de Filosofía del Derecho de Ambrosio Gioja, donde fui compañero de Bulygin, Alchurrón, Bacqué, Nino y otros. También he vivido un tiempo en el que creo que habría que destacar especialmente un aspecto que para mí es fundamental: la evolución que se ha producido en las teorías de la pena, es decir, una cuestión de filosofía penal.  Los cambios dogmáticos van siempre acompañados de cambios en la teoría de la pena, y, consecuentemente, de la filosofía penal, de la “forma de ver” el derecho penal. La etapa inmediatamente posterior a Welzel se caracterizó por la prevención especial en el sentido novedoso de la resocialización, pero al final de mi estancia en Alemania ya nadie creía que la resocialización pudiera ser alcanzada por medio de la ejecución penal. Sea por la razón que sea, la recuperación de una persona por el tratamiento penitenciario se había convertido en una utopía difícil de creer. Esto obligó a buscar una salida, que fue la teoría de la prevención general positiva, que probablemente se diferencia muy poco de una teoría absoluta: en el fondo, se podría decir que es una construcción de raíz hegeliana. Es lógico que estos cambios teóricos hayan influido en la práctica. Pero, en todo caso, lo que me gustaría subrayar es que las teorías tienen la función de racionalizar la práctica y, por lo tanto, de servir a una práctica racional. Por tal razón una práctica sin fundamento teórico corre el riesgo de conducir, insensiblemente, a soluciones arbitrarias, así como una teoría sin conexión con la práctica suele ser de notoria inutilidad.   

JB: Del mismo modo que existe un paralelismo entre la función judicial en el Tribunal Supremo y la académica, ¿no hay también una cierta tensión entre la perspectiva del científico, que exige estar en un estado de duda y de revisión constante y tener siempre las conclusiones por provisionales, con la tarea judicial, que exige certeza o casi certeza y en la que, desde luego, una vez puesta la sentencia, no es posible volver atrás? Uno puede modificar los puntos de vista expuestos en un artículo, pero las sentencias quedan para siempre tal como se dictaron.

EB: Esa tensión existe y con ello tiene que ver que, por regla, nunca me animo a proponer soluciones que no tengan más o menos garantizada la aceptabilidad para un cierto sector de la opinión científica y práctica del Derecho Penal. Aunque también he propuesto cambios que no han sido bien interpretados. Por ejemplo, ciertas aproximaciones en materia de autoría y participación que han sido malinterpretadas por los defensores -aún mayoría probablemente- de la teoría formal objetiva, una teoría que creo insostenible.

JB: ¿Hasta qué punto es correcto atribuir la autoría de las resoluciones judiciales al ponente, como tendemos a hacer a menudo en el ámbito académico?

EB: En general, las sentencias no son del ponente. Hoy en día, si se trata de un caso difícil, nadie entra a una deliberación en el Tribunal Supremo  con una absoluta seguridad de cuál va a ser el resultado de su proposición. Puede que ésta sea aceptada o puede que no. Tampoco en todos los casos se justifica un voto particular, con lo que a menudo el ponente acepta el punto de vista mayoritario y lo expresa como puede.                 

JB: Desde que los repertorios de jurisprudencia reproducen las resoluciones completas, desde los antecedentes hasta, si procede, la segunda sentencia, se ve cómo a menudo los recurrentes traen a colación problemas fundamentales de la dogmática (por ejemplo, recuerdo una reciente sentencia de la que usted fue ponente en la que se reclama que no hay base positiva para penar el dolo eventual como dolo y no como imprudencia). De igual forma, en ocasiones da la sensación de que se dejan en el tintero inmejorables argumentos.

EB: En el Tribunal Supremo, los casos suelen tener esas facetas. Por regla general, los abogados plantean en la casación cuestiones que no tienen solución en la casación. Por poner un ejemplo extremo, se prefiere alegar que no se ha probado el dolo del acusado de homicidio por haber arrojado una piedra contra una estatua, en lugar de decir que una estatua no es una persona y que arrojarle una piedra no puede ser una tentativa de homicidio, sino, en todo caso, de daños materiales. En gran medida la sentencia recurrida y el recurso contra ella condicionan la sentencia de casación. No es infrecuente encontrarse con que, en relación con una sentencia concreta, algún comentarista reproche al Tribunal Supremo haber omitido pronunciarse sobre tal o cual cuestión. Por ello, no deja de ser conveniente recordar los límites que tiene la casación. Un magistrado no puede introducir un tema que no venga al caso, entre otros motivos, porque los demás magistrados no lo aceptarían. Y con razón.

JB: Precisamente sobre el tema del dolo eventual, la existencia de una zona borrosa en la relación entre el  dolo y la imprudencia convierte a ésta en una materia muy proclive a la discusión dogmática y en la que el Tribunal Supremo ha dado un giro significativo en la pasada década.

EB: Creo que el criterio que usa la Sala en los últimos diez años es más claro que antes. Cuando la Sala insistía mucho en la teoría del asentimiento, basada en la teoría del dolo de la voluntad, se veía obligada a operar con presunciones indemostrables. Lo mismo sucedía con la teoría de la representación, pues la distinción entre lo representado como probable y como posible  es casi impracticable en el proceso. Ambas teorías fueron siempre objeto de críticas en Alemania por estas razones procesales. Por el contrario,  parece que es más seguro  saber si, en las condiciones en las que el sujeto actuó, podía tener noción de que su comportamiento representaba un peligro concreto para la lesión del objeto protegido o no, porque ésta es una cuestión que puede ser establecida de una manera más o menos clara, siempre que se pueda determinar la concreción del peligro que generó la acción. Si uno admite este punto de vista, en realidad no sólo se resuelve el problema del dolo eventual, sino los del dolo en general.

Lo que, por otra parte, creo que coincide con la realidad, como creo que lo demuestra un antecedente importante. En la regulación del delito de lesiones anterior al año 83 la gravedad del resultado producido era determinante de la pena. Entonces se pensaba que el dolo del delito de lesiones llegaba solamente hasta la realización de la acción, siendo el dolo ajeno al resultado. A mí siempre me pareció una solución dogmáticamente equivocada, pero tenía algo de la experiencia cotidiana que no se puede negar, y es que nadie puede saber muy bien hasta donde va a llegar el resultado, pero lo que no puede ignorar es la magnitud del peligro que genera. La evolución en materia de dolo acerca notablemente el concepto a lo que los tribunales pueden establecer con seriedad en un proceso. En todo caso me parece erróneo suponer que de esta manera el concepto de dolo experimenta una extensión a costa del de imprudencia. En modo alguno.

JB: ¿Cómo ha percibido la evolución del Tribunal Supremo en los últimos lustros, en relación con la de la ciencia penal en España? ¿Cree que se han desarrollado en paralelo o piensa por el contrario que los procesos se han producido por separado?

EB: No sé cómo se la percibirá desde fuera, pero desde dentro diría que hay una tendencia en la jurisprudencia posterior a 1985 -que yo encontré al incorporarme al Tribunal Supremo y de cuyo impulso probablemente el mérito principal es de Enrique Ruiz Vadillo- a acercarse cada vez más a la evolución de la dogmática científica del Derecho Penal. Pienso que esta situación se mantiene en la actualidad. Cierto que el Tribunal Supremo no se deja impresionar, en principio, por la evolución de la dogmática, pero sí es muy receptivo con lo que está pasando. Sobre todo porque ha habido unas reformas legales que lo han obligado a aceptar ciertas categorías, como en el caso de la distinción entre error de prohibición y de error de tipo, lo que tiene consecuencias muy importantes en el sistema. La nueva definición  de las formas de autoría ha tenido influencia en la consolidación  de la teoría del dominio del hecho en las cuestiones de participación.

JB: Quizás esta permeabilidad provoca que la evolución, aunque no se produzca al mismo ritmo, sí sea paralela.

EB: Yo diría que pretende ser paralela, pero también crítica.  A veces lo logra, otras veces no lo logra. Pero en estos momentos, no hay, que yo sepa, ningún punto esencial de la dogmática moderna que choque frontalmente con decisiones del Tribunal Supremo. La crítica de los dogmáticos a las sentencias del Supremo son un importante motor de esta situación.

Ahora bien, nunca una transformación profunda, como por ejemplo un cambio de paradigma en la dogmática, afecta de forma total a las consecuencias de la aplicación del Derecho Penal a los casos concretos: habría que ver en cuántos casos el normativismo sistémico de Jakobs cambia la solución aceptada y en cuántos de lo que se trata es de dar otra fundamentación a la misma solución. En el fondo hay cierto tipo de cuestiones sobre las que todo el mundo está de acuerdo, aunque se difiera en la forma de fundamentar el resultado al que se llega. Esto permite, naturalmente, que haya ciertas dispersiones marginales con las cuales se puede disentir. Pero no son tantas. En la mayor parte de los casos se mantienen las mismas soluciones finales que todo el mundo admite como razonables.

JB: ¿Podría aventurar un pronóstico acerca de qué enfoque va a ser dominante en la evolución del método de la dogmática penal en el futuro más o menos cercano?

EB: En la actualidad, no percibo impulsos desestabilizadores de una dogmática penal que cada vez está más asentada en la idea de prevención general positiva. Supongo que esto va a cambiar en el momento en que se ponga en tela de juicio la teoría de la prevención general positiva. No lo sé, pero no me parece que esto vaya a pasar muy pronto. Predecir es arriesgado.

JB: Parece, no obstante, que las formulaciones de la prevención general positiva que ahora tienen más aceptación no son probablemente las mismas que se defienden desde un punto de vista más fuertemente normativista.

EB: En esta materia creo que lo que ha escrito Hassemer es importante, al igual que lo que ha escrito Jakobs. A pesar de que yo no niego mi cercanía con la obra de Jakobs, tampoco puedo afirmar una coincidencia absoluta con él, ni con Hassemer. Sin duda hay diferentes acercamientos a la prevención general positiva, pero me da la sensación de que el paradigma actual está muy influido por una determinada concepción de la pena, por una concepción de la imputación objetiva mucho más amplia que la mera relación entre la acción y el resultado, por una discusión bastante abierta en el ámbito de la culpabilidad, donde las soluciones no están del todo definidas. Esta situación no me parece que se pueda modificar a corto plazo. Pero, claro, repito, es muy difícil acertar.  

 

Conversaciones: Dr. ENRIQUE BACIGALUPO ZAPATER
Por Jesús Barquín Sanz

RESUMEN: El profesor Enrique Bacigalupo comenta el desarrollo de su rica trayectoria académica en Argentina, Alemania y España, incluyendo informaciones de primera mano sobre la persona del profesor Jiménez de Asúa, su maestro junto a Welzel, con quien coincidió en Bonn. Entre un buen número de cuestiones del mayor interés para cualquiera que esté relacionado con el Derecho Penal en sus diferentes facetas, el doctor Bacigalupo comenta las relaciones entre la actividad jurisdiccional en la Sala Segunda del Tribunal Supremo y la dogmática científica del Derecho Penal, las medidas de seguridad, la imputación objetiva y los desarrollos del finalismo posterior a Welzel y el normativismo sistémico de Jakobs.

PALABRAS CLAVES: derecho penal, dogmática, teoría del delito, finalismo, normativismo, delitos, penas, justicia criminal. 

FECHA DE PUBLICACIÓN EN RECPC: 28 de enero de 2002


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